152. EL FIN

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 Al abrir la puerta, la oscuridad anterior dio paso a una luminosidad cegadora. Al recuperar la vista, descubrí que me encontraba en una sala alargada que terminaba en un ventanal. A través de este, vi un paisaje de montañas bajo un cielo de un limpio azul, coronado por un sol. Un lugar en donde la naturaleza se extendía vibrante y de unos colores tan vivos que generaban gran contraste al compararlo con la languidez del bosque que nacía alrededor del hotel, ahogado en la niebla y sumido en una melancolía sempiterna.

En aquel despacho dominaba el blanco en el suelo, techo y paredes desnudas. Me invadió una sensación de vacío análoga a la sufrida en el corredor del cual acababa de salir. Con la única diferencia que en este reinaba la oscuridad y ahora aquel blanco que me proporcionaba una ligera sensación de intranquilidad. Además, el sonido de las agujas del reloj se había desvanecido o, mejor dicho, fue intercambiado por el rápido pulsar de unos dedos recorriendo el teclado de un portátil.

Al final de aquel estudio alargado, un hombre calvo y orondo se sentaba detrás de un escritorio. Lucía una calva que brillaba al beso del sol y una barba de puro blanco la cual se le notaba cuidada, con un orden admirable en donde cada pelo sabía exactamente cuál era su posición. El hombre escribía, y tan concentrado se encontraba en la pantalla del ordenador, que no se daba cuenta de mi presencia.

Miré hacia atrás, no me sorprendí demasiado al ver que la puerta por la que entré había desaparecido y, en su lugar, colgaba un cuadro titulado EL FIN. En él, se extendía el espacio de un interminable vacío que devoraba el algo convirtiéndolo en nada, una sensación de mareo me invadió, sintiendo el deseo no mirar. No lo hice, quería saber cuál era EL FIN que representaba esa pintura y, al concentrarme en aquel infinito, descubrí una figura perdida en la inmensidad de lo lejano. A fuerza de voluntad, la apariencia de aquel personaje fue haciéndose cada vez más clara hasta descubrir que se trataba de un esqueleto que se mantenía en pie, con el mentón ligeramente levantado. Apenas se encontraba vestido con vestigios de harapos negros, que se mantenían en sus huesos como el simple recuerdo de un traje anterior. EL FIN era la patética figura de un individuo reducido al mínimo, sujeto de género desconocido que se encontraba perdido en el gran hueco, sin más compañía que su propia soledad. Una sensación extraña se alborotó en todo mi ser: un vértigo, un vacío, un miedo y una sensación del inevitable porvenir que caería sobre todo y sobre todos, acompañado de un silencio eterno que se extendía a mi alrededor como aquel abismo en el cual se ahogaba aquella figura de tintes trágicos.

Aparté la mirada, me disgustaba que una simple imagen fuera capaz de molestarme de aquella manera. Intenté dejar atrás aquellos malos sentimientos, caminando en dirección a unas escaleras blancas, desnudas y que contaban con tres escalones que subían hasta la zona en donde se encontraban tanto el escritorio como el hombre de barba blanca que escribía sin pausa.

Las subí con lentitud, una sensación extraña se revolvía en mi interior porque a pesar de que tenía la apariencia de un hombre, estaba completamente segura de que no lo era y me intranquilizaba el ser incapaz de entender qué era.

No era humano ni balura ni tampoco trasno, carecía de la magnificencia de los mouros y de la piel roja y los cuernos del demonio que había conocido en los recuerdos de Alarico.

Me coloqué delante del escritorio y dije:

—Hola.

Al instante, el sonido de teclado enmudeció y el hombre levantó la mirada de la pantalla, me ofreció una sonrisa.

—¡Zeltia! ¡Me alegro mucho de verte! Siéntate, por favor.

Señaló una silla que se encontraba en frente de su escritorio. Era blanca, carecía de apoyabrazos, tenía un aspecto que concordaba bastante bien con el minimalismo que reinaba en el estudio. No me gustaba, me recordaba al fin representado en ese cuadro miserable.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora