19. El Rey de los Monstruos

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Bueno, pues grité mi nombre y me encontré completamente desnuda en mitad de la plaza de Xoan de Ningures.

—Me alegra enormemente que hayas recuperado tu forma original —dijo una voz agradable.

Si había algo peor que estar desnuda en mitad de una ciudad era estarlo justo en frente de Maeloc, el Rey de los Monstruos. Su sombra caía sobre mí haciendo que tiritase de frío y todo su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, estaba envuelto en vendas negras y en su rostro se iluminaban los ojos de un carmesí intimidante.

Aunque el miedo no duró demasiado en mi pecho porque en seguida la rabia lo substituyó: él mató a mi madre y ahora lo único que podía hacerle era matarlo. Pero mi hacha no estaba por ninguna parte, solo tenía mis puños y nada más.

A mí alrededor, la ciudad de Nebula, pero con un toque diferente: el cielo no tenía la tonalidad azul de siempre, sino que era amarillo. Comprendí que estaba en la Nación de las Pesadillas y si no quería acabar convertida en una monstrua debía controlar mis emociones. Pero eso era bastante difícil. 

—¡Tú mataste a mi madre y por eso te tengo que matar! —le grité.

—¿Tu madre? Me temo que eso es imposible, pues hace ya bastantes años que no mato humanos —me dijo Maeloc.

Para mí era imposible creer ni una sola palabra que saliera de su boca. Sin lugar a dudas, él era más fuerte que yo, pero tenía más de ochocientas vidas para gastar y estaba dispuesta a gastarlas todas con tal de matarlo.

Sentí el mango de hacha en mi mano, me sorprendí, pero no le di demasiadas vueltas porque en lo único que podía pensar era en matar a Maeloc. Lo ataqué y no intentó defenderse, mi hacha le cortó la cabeza con demasiada facilidad.

Cayó al suelo, entre mis pies, y sus ojos continuaban brillando con intensidad. Bueno, es fácil imaginar que no lo maté con ese golpe. Del cuello cortado le salieron unas patas negras y subió por el cuerpo de Maeloc. Al llegar al cuello, se colocó en su lugar original y así fue como demostró que yo no podía matarlo, ni aunque gastase las vidas que me quedaban.

—Es inútil.

Me lancé en su dirección y lo ataqué, no paré de lanzarle hachazos. Pero era inútil, todas las heridas que le causaba se cerraban al instante y Maeloc aquello no parecía afectarle en lo más mínimo. Al final, caí de rodillas al suelo jadeando. Era como derribar una montaña a puñetazos.

—No puedes matarme y, de hecho, aunque pudieras hacerlo no sería recomendable. Si quieres salvar tu Reino, necesitas mi ayuda —me dijo—.

—¡¿Cómo va ser eso verdad?! ¡Por lo menos no me tomes por una completa imbécil! Bien sé lo que quieres. Todo el mundo lo sabe: lo único que quieres es matar a todos los humanos. ¡Esa es tu única misión! —le grité, lágrimas de frustración corrían por mis mejillas.

—¿Yo, matar a todos los humanos? Estás equivocada, yo no deseo ningún mal a tu raza, niña. No, no es mi deseo la guerra, lo único que quiero es la paz.

—Joder, menuda cara el tío. Lo que dice no es cierto —murmuró una voz femenina.

—¿Qué? —pregunté y miré a mi alrededor, pero en la plaza solo estábamos Maeloc y yo. También dos caídos: Gustavo y uno cabezón con cuerpo de gusano, pero esos no parecían ser capaces de hablar.

—La paz, yo quiero la paz entre humanos y monstruos. Es mi único objetivo. Niña humana, cuando has vivido tantos siglos como yo al final llegas a comprender una verdad sobre la guerra.

No quería escucharlo porque todo lo que decía era una gran mentira.

—Abajo, en tu mano —dijo la voz femenina.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora