168. Nada

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Después de decirle a Alarico que pensaba ayudarlo, me apresuré a marcharme porque no quería hablar con él ni un segundo más. Ni siquiera le dije adiós, sino que simplemente me levanté de la silla y me alejé de la mesa en donde habíamos comido, acercándome a largos pasos a la casa en donde él residía. 

En un pestañear, avanzaba a lo largo del corredor de la antigua vivienda de la Directora. Me paré, mirando mi rostro desconcertado, cien veces reflejado en los espejos que cubrían las paredes. No lograba acordarme de cómo había llegado ahí y, tras pensar un rato, decidí no darle mayor importancia.

Llegué hasta las puertas del ascensor, las cuales se abrieron como si se hubieran percatado de mi presencia. En el interior, escuché la misma música que sonaba la primera vez que entré en él. Una canción repetitiva que me produjo una sensación incómoda, una melancolía sin sentido y que me hacía sentir estúpida.

Eso era intolerable, no podía permitir que superfluidades como aquella fueran capaces de enturbiar mi ánimo. Me observé al espejo que se extendía al fondo del ascensor y me encontré cambiada: mi piel se había vuelto más blanca, mis labios azulados y mis ojos más claros. De mi pecho, salían venas marcadas llevando hielo al resto de mi cuerpo.

Odiaba que aquella música fuera capaz de hacer germinar los resquicios de sentimientos inservibles que no harían otra cosa que entrometerse en mi camino. No quería volver a sentirme mal, no quería volver a sufrir, no quería ni llorar ni desesperarme ni sentirme desgraciada. Ni siquiera quería la alegría ni el amor, ya que al final tienes que pagar un precio demasiado alto por ellos. Como la persona que amas, un día está contigo y al siguiente desaparece, muerto y enterrado y sin ninguna posibilidad de regresar a tu lado. De pronto, toda esa alegría y todo ese amor, no será nada más que sufrimiento que pesará en tu alma hasta que te mueras. 

Yo no quería nada de eso, yo lo que quería era tomar el control de mis emociones para destruirlas por completo. Me toqué el corazón, sintiendo aquel helor que me resultaba purificador. A pesar de eso, una pequeña y estúpida parte de mí no quería que el frío conquistase por completo mi alma. Debido a eso, me aferraba a aquellos sentimientos insignificantes que no significaban nada. Que lo hiciera no me importaba, ya que sabía que tal resistencia era fútil y al final lo helado terminaría ganando. 

Pensar en estas cuestiones me ayudó a serenarme y, gracias a eso, aquella música que antes me resultaban tan molesta, ya no era capaz de despertar en mí ni el más mínimo de los sentimientos. En aquellos momentos, reconocía su verdadera naturaleza; una melodía vacía de utilidad, nada más que una distracción inútil.

Las puertas del ascensor se abrieron y avancé al el vestíbulo: el recepcionista no se encontraba allí. Me acerqué a las puertas y salí al exterior. El cielo cubría las nubes en un día frío que contrastaba con la alegría de la playa en donde vivía Alarico. Además, las monstruosas sombras ya no vagaban perdidas, jugando a ser humanos por el jardín delantero. En el cual, las malas hierbas habrían crecido, dotándole al lugar de un aire de desidia.

Al ser espectadora de aquella escena, una sensación de melancolía me invadió y no puede hacer nada para evitarlo. Inmediatamente, me sentí estúpida y, al ver como mi serenidad se quebrantaba, me dio rabia. Al final, seguía siendo tan humana como antes y, por eso mismo, era inevitable que mi pecho todavía albergase sentimientos. 

En un pestañeo, me encontré en una habitación del hotel. Me sentí confusa porque no recordaba la manera en que había llegado a su interior. No le di demasiada importancia, ya que era allí el sitio a donde quería llegar. 

No era la habitación en la que me había hospedado las noches anteriores, sino una vacía de cualquier muestra de la personalidad de su ocupante. Era mejor así, puesto que aquella última Zeltia estaba muerta y yo era una nueva, una mejorada. Una que deseaba eliminar cualquiera rastro del carácter de aquella cobarde, siempre ahogada en un mar de angustia. 

Me tumbé en la cama, miré el techo. El silencio dominaba el hotel. Me dio la sensación de que era la única persona viva en aquel espacio de soledad. Eso me resultó reconfortante.

Lo primero que debía de hacer era recuperar mi memoria, luego encontrar el lugar en donde se hallaban los tres fragmentos de la llave, abrir la Puerta Negra para conseguir el Corazón Dorado de Belisa y, gracias a su poder, derrocar a Alarico. ¿Pero por qué tenía que hacerlo? ¿Qué ganaría exactamente? Mis recuerdos, escapar del hotel, la satisfacción de vencer a Alarico, el poder del Corazón Dorado. Nada de aquello me interesaba demasiado, sentía que sería demasiado tedioso aventurarme en tamaña empresa. 

—Además, si lo intento puedo acabar muerta.

Nada más decir tal cosa, me di cuenta de que la idea de morirme no era desagradable. La vida carecía completamente de sentido y, tarde o temprano, todos acabaremos muertos. Poco importa todas las victorias que hubieras tenido en tu vida porque, cuando hayas fallecido, nada de lo que hayas conseguido tendrá significado ni merecerá la pena. El mundo continuará girando y todos acabarán olvidándose de ti. ¿Para qué vivir entonces? ¿No sería mejor morirse cuanto antes y dejar de sufrir? 

Negué con la cabeza, todavía no era el momento de darle fin a mi vida. Puede que esta no tuviera sentido, pero no podía irme sin antes recuperar mis recuerdos, hacerme con el poder del Corazón Dorado y derrocar a Alarico. ¿Y luego qué? 

En un abrir y cerrar de ojos, se había hecho de noche. Todavía continuaba encima de la cama en aquella habitación, impersonal y helada. Una música suave llegó a mi oído, me dio por pensar que se trataba del Club Esus, puesto que era semejante al que había escuchado en los recuerdos de Alarico. Me levanté de la cama y decidí seguir las notas hasta llegar junto al diablo y, si bien era posible que él terminase matándome, no me importaba en absoluto. 




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