29. El despertar

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  En la mañana de aquel día fatídico fui despertada por el cantar de un pájaro. En la ventana que se encontraba a mi izquierda había un petirrojo, una cosita pequeña y preciosa con dos ojos que eran como diminutos botones y un plumaje la mar de colorido.

Apenas saliera del sueño y pensé que podía acariciar esa adorable criatura, pero al llevar mi mano en su dirección no sucedió nada. Mi brazo no surgió por delante de mi mirada como debería haber pasado y eso me llenó de confusión: ¿Adónde se había ido mi miembro? Bendita sea la ignorancia del despertar...

El pajarillo me miraba desde las alturas en silencio y me dio la sensación de que se reía de mí, de que sabía perfectamente adónde se había ido de viaje mi brazo desaparecido. Yo no tardé demasiado en recordar cómo el horrendo monstruo de Fufu me había seccionado el miembro en tres partes.

Todo el buen humor con el que me había despertado se ahogó en un mar negro de amargura. No podía ser de otra manera: me habían destrozado viva. No solo le echaba la culpa al cerdo, sino también a Sabela: siendo la Traidora, ella debería haber conocido la verdadera naturaleza de Fufu.

Se me revolvió el estómago, me picaban los ojos y ya no sentía ningún deseo de acariciar el pájaro. Solo que quería que muriese, que sufriera tanto como yo, que se perdiera en las profundidades del Abismo... Pero permanecía en la ventana mirándome, juzgándome, riéndose de mí...

—¡Lárgate de aquí! —le grité y alzó el vuelo.

El paisaje de la ventana era el de un bosque y me entraron ganas de caminar a sus profundidades, ser capaz de olvidar, de dejar atrás todo lo que pesaba sobre mis hombros. Era una idea imposible, ya que los recuerdos brillaban en mi cabeza con la fuerza del sol.

Arrastré los pies al cuarto de baño y el espejo se burlaba con una visión poco agradable de mí misma. Un lado de mi cara estaba quemada por el aceite hirviendo que el trasno me había lanzado: mi piel arrugada, disipada la anterior simetría, ahora era más digno de un monstruo que de una persona...

Y qué decir del muñón de mi brazo: un espanto de carne retorcida. Me senté en la taza del váter y llevé mi única mano a aquella herida. Intenté convocar mi Fe, pues había escuchado de personas que fueron capaces de regenerar miembros cortados. Pero en mi mano no surgió aquella luz blanca y acogedora.

Mi Fe se había esfumado y de ella no quedaba ni una gota.

—El cerdo, Sabela... ellos me tomaron por una completa imbécil durante toda mi vida... fingiendo ser mis amigos. Pero no lo eran, son monstruos... Los dos son monstruos y los mataré a los dos —dijo y era imposible olvidar, era imposible el perdón...

Me duché, aunque no sirvió para tranquilizar mis nervios. Al acabar, me coloqué la máscara floral sobre mi cara herida y me vestí, me puse al final de todo el peto de la armadura con el lirio blanco grabado. Ahora estaba preparada para acabar la misión que yo misma me había encomendado y solo al terminar podría descansar.

—Hoy terminará todo... acabaré con la vida de Sabela, con esa sucia traidora. La mataré... —dije, mirándome al espejo y sentía que esa idea sí era capaz de reconfortarme —. La mataré, la mataré, la mataré... —repetí y fui capaz de sonreír, aunque solo fue un poco.

El ansia me oprimía la garganta.

En el exterior del hostal me esperaban mis nuevos compañeros: Rodrigo de Trapisonda, Hernando y Fernando. El primero de ellos era el caballero grande, con un aspecto un tanto bruto. Mientras tanto, Fernando era delgado y su cara era chupada, sin demasiada gracia. Ninguno de ellos era especialmente agradable, pero no estaba allí para hacer amigos.

El comandante de los caballeros de la Hermosa Rosa me sonrió.

—¿Qué tal te encuentras hoy, Lucía? —me preguntó Rodrigo y mis labios se arrugaron en un gesto amargo.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora