185. Rodrigo Rodríguez y la Gran Locura Parte II de IIIIIIIIII

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Rodrigo Rodríguez no fue testigo directo de cómo comenzó la Gran Locura, pues dormía como un bebé. Aunque lo cierto es que sí se despertó cuando escuchó la explosión provocada por el inicio de aquel acontecimiento, una tan potente que hizo vibrar las ventanas de su piso, causar los ladridos de una legión de perros y activar las sirenas de una multitud de coches. Rodrigo Rodríguez se despertó y tardó escasos segundos en quedarse dormido de nuevo. Decidió que tal estruendo formaba parte de uno de sus sueños y no hacía falta preocuparse en absoluto. Además, necesitaba dormir un montón porque debía levantarse temprano por la mañana para ponerse a estudiar cuanto antes.

Por la mañana, se despertó, se duchó, y tomó un desayuno consistente en café con mucho azúcar y unas tostadas con mermelada de fresa. Luego, se dispuso a estudiar, pero no pudo concentrarse debido a un dolor de cabeza tan intenso que parecía estar pariendo ideas. Y no precisamente de las buenas, sino de aquellas insidiosas y contraproducentes, ideas de procrastinar, de irse de picos pardos y de no hacer nada más que perder el tiempo. Así pues, para aliviar la pesadez de su mente, decidió dejar atrás el aire viciado de su habitación y disfrutar del fresco aire exterior. Salió del piso, bajó las escaleras, recorrió el corto pasillo hasta la puerta de salida, la abrió y dio unos pasos afuera, contento por sentir en la frente el suave beso del señor Lorenzo.

La alegría lo inundó hasta el punto de ser expulsada por la boca a través de un silbido que no tardó nada en ser silenciado. La anormalidad de la nueva normalidad lo golpeó al discernir algo que no debería existir y que, no obstante, paseaba calle abajo desafiando toda la razón y toda la lógica.

Un perro paseaba a una persona. Un perro vestido con un traje negro, una corbata de rojo intenso y unos zapatos relucientes. Era extraño: ¿quién se vestiría de forma tan elegante para pasear a su mascota? Además, fumaba un largo y grueso puro que tampoco concordaba con aquella cotidiana actividad. Raro, de verdad que era muy raro. Eso sin contar que un perro humanoide realmente no necesitaría ir vestido, puesto que su cuerpo estaba cubierto de pelaje. Aquel chucho estrambótico caminaba con chulería calle abajo, llevando a una mujer rubia que tenía en el rostro una expresión de supina estupidez, como si su cerebro estuviera completamente vacío de pensamientos, viviendo solo en el momento presente.

No era un sueño; todo era dolorosamente vívido. La calle era la misma de siempre: una cuesta no demasiado larga y con un único negocio: un bar llamado Galia, de cuya puerta abierta brotaban continuos gritos de características inhumanas, chillidos y alaridos que no sabía si eran de placer, dolor, alegría u horror. Además, aquel perro no podía ser un furry; su cabeza era demasiado real para considerarla parte de un disfraz y carecía de esa apariencia de personaje animado que suelen tener la mayoría. ¿Entonces, que era lo que pasaba en aquella calle que era una cuesta? ¿Por qué parecía que seguía soñando cuando se encontraba despierto? ¿Acaso había enloquecido de la noche a la mañana?

Lo que sus ojos veían y su cerebro interpretaba era la realidad: un perro humano usaba a una mujer como mascota. Aquella imagen de innegable absurdo destrozaba la normalidad con la que había convivido durante toda su vida. Era bastante posible que hubiera perdido la cabeza; ese pensamiento resultaba más consolador que creer que el mundo se había vuelto loco.

Delante del bar Galia se extendía una terraza en la que había varias mesas, todas vacías, excepto una. Un hombre bebía una jarra de cerveza espumeante y se tomaba una tapa de callos picantes, con el rostro oculto tras un periódico que anunciaba la muerte de Dios, una noticia tan absurda como aquella mañana en la que tuvo la mala suerte de despertar. Rodrigo se acercó corriendo al individuo, queriendo creer que él era tan normal como él.

—¿Ves lo que estoy viendo ahí? —preguntó Rodrigo, señalando al perro que quería ser hombre y se quedó a medio camino, el cual ya se encontraba al final de la calle.

El hombre bajó el periódico para observar al can, revelando que entre sus hombros nacía la cabeza de un lozano cerdo: hocico achatado, pequeños ojos de inteligencia porcina, grandes orejas caídas y un poco de pelo rubio sobre la cabeza, rizado con la gracia y atención de la caballera un antiguo actor del siglo pasado.

Beati Hispani, quibus bibere vivere est —dijo, alzando la jarra de cerveza que le servía como desayuno, brindando con lo que solo podían ser unos compañeros fantasmas, porque Rodrigo solo era capaz de ver al puerco y nada, absolutamente nada más. Después de bebérsela entera, el cerdo se comió la tapa de callos, plato incluido.

Para evitar caer en el abismo de la locura que tal revelación le podía causar, Rodrigo se fijó en la noticia principal del periódico que leía, llamado La Coz de Galicia. Alguien, algo, una piara de criaturas o una conjura de necios había logrado matar a Dios la noche anterior, lo cual daba lugar a un sinfín de preguntas. Si había muerto, ¿se podía decir que era omnipotente y omnipresente? ¿Quién podría haberlo matado y qué pretendía ganar con semejante calamidad? Algunos apuntaban al diablo, ¿cómo no?, y gente de poca cabeza y mucho odio no tardó en echarle la culpa a los judíos, ¡qué poca originalidad! Lo cierto es que la policía no tenía ni idea de qué había pasado ni de cómo había ocurrido, y se rumoreaba que el propio Papa había comenzado una investigación independiente, para resolver el asunto con sus propios puños.

Rodrigo lanzó un alarido que sorprendió tanto al cerdo que este comenzó a chillar también. El opositor desgraciado, perdonen la redundancia, se lanzó en dirección a la puerta del edificio en cuyo seno vivía. Quería irse a su casa, meterse en su dormitorio, refugiarse en su cama e hibernar hasta que la normalidad regresara de sus vacaciones. Era imposible, completamente imposible, que todo continuara en aquella nueva realidad que le producía un vértigo incurable.

No obstante, el edificio se asustó al ver cómo Rodrigo corría en su dirección con cara de desquiciado, tanto que lanzó un penetrante berrido y sacó sus cimientos de la tierra que lo sostenía, desvelando dos voluptuosas piernas de mujer fatal envueltas en unas hermosas medias de color muerte. La construcción comenzó a correr, alejándose del atónito Rodrigo, cuyo cerebro estaba a punto de salirse de su cárcel de hueso para tomarse unas merecidas vacaciones de semejante locura.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora