45. Los pájaros no cantarán mañana

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Alrededor del cuerpo de Rodrigo solo hay oscuridad, una negrura asfixiante que lo ahogaba poco a poco. Eso no era algo anormal en la vida del caballero, ya que las sombras habían sido sus compañeras de hace ya unos largos años, desde aquel fatídico día en que su vida fue destrozada sin piedad...


HACE 30 AÑOS


—¿No te podías quedar hoy en casa? —le preguntó su mujer, dibujando un gesto lastimero en el rostro.

Rodrigo levantó la vista de su almuerzo, unos huevos revueltos, y la observó con extrañeza. Aquella era la primera vez que Eva le había pedido quedarse en casa en lugar de ir a trabajar.

—¿Por...? —le preguntó.

Ella se encogió de hombros y se dio un ligero mordisquito al labio inferior, buscando las palabras perfectas para expresar lo que sentía. A Rodrigo le encantaba ese gesto, y cada vez que lo realizaba un sentimiento de ternura lo invadía.

—No sé... es decir, tengo un mal presentimiento... Sentí lo mismo el día que... ya sabes... —dijo.

Eva le dio un golpe a su pierna izquierda, un golpe que sonó a madera. Ella la había perdido en un enfrentamiento contra un monstruo. Eva había sido una aventurera, al igual que Rodrigo, pero al perder la extremidad dejó a los Hijos del Sol.

—Me encanta que te preocupes por mí, pero voy a estar perfectamente. Oye, que no voy a hacer nada peligroso, solo limpiar un nido de trasnos.

Pero el mal presentimiento seguía anclado en ella.

—No puedo evitar preocuparme... —le dijo, apartando la mirada.

—Eva... no me va a pasar nada —le prometió Rodrigo.

—Por lo menos ven para comer... ¿Vale? —pidió Eva.

—Claro, estaré sin falta —le contestó Rodrigo —. Por desgracia, ahora tengo que ir a trabajar. Ya sabes cómo va la cosa, que tú también fuiste una aventurera.

—Oh, por supuesto que lo sé —dijo Eva, lanzando un fuerte suspiro —. Ya me dijo mamá que me casara con el bibliotecario. Lo más peligroso que hace en todo el día es subirse a la escalera para colocar los libros...

Rodrigo salió al exterior: donde el sol mañanero se despegaba de las copas de los árboles en un día limpio y azul, uno el que era imposible que pasara nada malo. Respiró con fuerza, el aroma salvaje de aquel paraje natural le encantaba.

Su familia vivía en una casa en las afueras del pequeño pueblo de Castro, ellos disfrutaban de una vida cercana a una naturaleza apacible en la cual los peligros eran tan pocos que casi se podrían definir como inexistentes.

Frunció el ceño: no cantaban los pájaros, cuando normalmente a esas horas de la mañana se podían escuchar sus cantos. Pero ese día había silencio, quebrado por el tañer de los grillos. No se preocupó, ya cantarían los pájaros a la mañana siguiente.

A pocos metros de la entrada, se encontraba su hijo Noel: tenía una espada de madera en la mano y la movía arriba y abajo con fuerza. Tenía once años y su mayor deseo era convertirse en un aventurero de los Hijos del Sol, igual que su padre, igual que su madre.

—¿Ya entrenando? A este paso conseguirás ser un aventurero de plata antes que tu padre —le dijo.

Rodrigo era un aventurero de rango bronce: el más bajo de todos. Sin contar el de madera, reservado a aquellos aventureros en prácticas. Es decir, aún no reconocidos de manera oficial.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora