36. La mentira

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Pasar la frontera hizo que me sintiera muy pero que muy rara. Lo primero fue que todo se volvió oscuridad total, tanta que ni podía ver mis brazos, ni tampoco mis piernas, tanta que me sentía hundida en lo más profundo de algo gigantesco, algo sin principio ni fin.

Intenté hablar, pero la boca se me llenó de negrura que se tragaba todas y cada una de mis palabras. Y nada, allí estaba perdida en medio de la oscuridad y una angustia grande me llenó, porque me daba la sensación de que me quedaría atrapada allí para siempre jamás de los jamases.

De pronto, salté de ese espacio de negrura sin fin, con una sensación parecida a esos sueños en los que te estás cayendo y de golpe despiertas. Estaba arrodillada, y sentía la cabeza ligera como si se me estuviera yendo para arriba. Como si mi cerebro quisiera pirarse del interior de mi coco, liberarse de la carne y volar libre por allá arriba.

—¿Estás bien? —preguntó papá y yo no dije nada.

De rodillas, con los brazos cruzados sobre mi estómago revuelto, miraba fijamente las piedras grandes que formaban el suelo. Me concentraba con fuerza en ellas para impedir que mi cabeza se fuera más allá, para poder permanecer en mi mundo un poco más.

La solitaria Nebula de antes era un mundo gris y sin color, todo parecía como dormido o muerto, sin una pizca de gracia. Pero en esos momentos, al pasar del mundo de las personas al de los monstruos, la cosa cambió. Lo primero que me fijé fue en el cielo: de las nubes ni rastro y el sol se podía ver bien y daba calorcito que daba gusto. Por eso, el ambiente frío de la otra parte de la ciudad ya era solo cosa del recuerdo.

Entre los edificios de la ciudad surgía el torso y la cabeza de una giganta de piel pálida. La verdad es que parecía una mujer normal y corriente, lo único raro es que era supergrande y su pelo flotaba como si estuviera debajo del agua. Aparte de eso, no tenía nada de extraordinario.

Ella era la Hermana del Dolor y la causante de todo aquel desastre, pero no la podíamos matar, porque de hacerlo algo terrible podría suceder. Pero ella no tenía la culpa, solo fue una niña que tuvo a una de las peores madres que se pueden tener, que tan feliz estaba la mocosa y va la idiota de su mamá y le inyectó una cosa que la convirtió en una giganta.

Examinando a la Hermana del Dolor, otra cosa llamó mi atención, algo que se movía encima del tejado de una tienda de juguetes. Al fijarme, descubrí sentando en el borde a una cosa nariguda. Era como un huevo con finas patas y piernas, con una nariz de lo más gigantesca y unos ojos también bastante grandes. Era un caído, pero pronto pude descubrir que no era el único.

A mi derecha, había un callejón que estaba ocupado por otro de esos bichos: era incluso más grande que mi padre, con una boca que le nacía en horizontal y le cortaba la cabeza en dos. Tenía la lengua muy grande y le colgaba sobre el pecho.

Escuché ruidos a mi izquierda y me giré, ya con el corazón todo loco latiendo a toda velocidad: vi otra más de aquellas criaturas saliendo de una casa. Era como un ciempiés humano, ya que caminaba ayudado por unas cuantas piernas que le nacían en el costado.

También vi a uno, apoyado en una pared y que me miró de tal manera que me dio la sensación de que me reconocía de algo. Tenía una forma que casi podía decirse que era graciosa porque era como un champiñón mutante o algo por estilo. Pero daba un poco de pena abría la boca y soltaban sollozos.

Sin embargo estos no eran los únicos, a medida que giraba sobre mis pies veía más y más caídos, tantos que me di cuenta de que quizás no había tantos en la otra parte de la ciudad porque estaban casi todos en la Nación de las Pesadillas.

La voz chirriante de mi hacha se clavó en el cerebro diciéndome:

—¡Mátalos a todos! ¿Sabes cuánto poder tendríamos si nos cargamos a todas estos bichos?

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora