58. La caída

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 —¡Que ya cae, que ya cae! —aulló Vitiza y corrió para ponerse delante de mí y puso la mano en dirección al cielo.

Una luz dorada se desprendió de sus dedos y pronto estalló y cayó hacia todos los lados creando un escudo. En lo básico, era parecido a lo que podía hacer la Lucía. Sin embargo, hasta yo podía notar que aquel escudo era muchísimo mejor que el de mi amiga.

Segundos después de que el escudo nos rodeara, la Mano de Helios se desparramó sobre la ciudad de Nebula con una fuerza poderosísima. Fue una columna bestial de energía roja que salió desde el corazón del remolino y se estrelló justo dónde estaba la Hermana del Dolor. Lo hizo con una violencia abrasadora e inmediatamente golpeó el escudo de Vitiza con tanta fuerza que nos arrastró unos metros para atrás. Por suerte, no llegó a romperse.

El ruido era bestial y me hizo bastante daño a los oídos, llegando a ser bastante insoportable. La violencia desbordante provocada por la Mano de Helios nos engullía y fluía a nuestro alrededor en una corriente de sangre que parecía no tener fin. Arriba, adelante, izquierda, derecha... no podía ver nada más que aquel rojo violento que amenazaba con devorarnos.

Una grieta apareció en la superficie del escudo, me quedé mirándola boca abierta mientras se abría y soltaba un sonido parecido al cristal rompiéndose lentamente. Recé a Helios para que no pasara nada, pero el dios debía estar ocupado con otras cosas porque el escudo reventó y Vitiza lanzó un grito agudo de puro dolor.

Yo me vi lanzada para atrás, rodé unos cuantos metros y me quedé parada en una nube de polvo. Ya me vi muertísima, pero el tiempo continuaba caminando y no llegaba la señora muerte. Al abrir los ojos pude ver el cielo azul a través de un hueco enorme en la barrera, provocado sin duda por el remolino de energía que creara la Mano de Helios.

Me levanté a duras penas, con las fuerzas desgastadas, con el cuerpo doliéndome a mil por todas partes. Al mirar a mi alrededor, se me vino encima un espectáculo desolador: el monte estaba limpio de vegetación, también del templo de Helios y el parque ahora no era más que un desierto sin vida. Desierto que se extendía formando un círculo gigantesco alrededor del parque. Un montón de edificios desaparecieron para siempre jamás, pero por fortuna parte de la ciudad seguía viva porque a lo lejos podía ver edificios en pie.

Vitiza se encontraba unos metros más delante de mí y no se movía.

—¿Estás bien? —le pregunté y al acercarme pude ver que no, porque estaba muerto. Tenía una muy profunda herida en diagonal en el pecho provocada sin duda por la rotura del escudo.

La Hermana del Dolor se encontraba un poco más adelante.

—Oh, no... —gemí desesperada.

Por unos momentos, me permití pensar que aquel ataque tan brutal fuera capaz de derrocar a la mujer giganta, pero ella mantenía los brazos en cruz, un poco bajados, la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta.

No moría, no moría aún y eso me parecía imposible. ¡La fuerza de la Mano de Helios fue fortísima! Corrientes de electricidad rojiza estallaban a lo largo de su cuerpo. En una pierna, el brazo derecho, sobre el pecho...

Primero, fue como un murmullo bajo, uno que pronto se convirtió un grito. Era ella, la Hermana del Dolor comenzó a gritar abriendo la boca de una manera que parecía poco natural. El aullido me atravesaba la cabeza y sentí un dolor tan grande que fue como si se me rompiese a la mitad.

Me intenté acercar a ella, pero no pude dar nada más que unos pocos pasos antes de derrumbarme al suelo de rodillas, aquellos gritos horrendos se sentían como enormes piedras en la espalda y como clavos en el cerebro.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora