31. Las puertas de Nebula

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Pronto, los pinos fueron haciéndose cada vez más escasos hasta que dieron paso a un campo que se extendía con suavidad. Hierba de un oscuro verdor agitada por el viento, unos cuantos árboles desperdigados de ramas secas, ya sin hojas. En la lejanía, unas cuantas vacas marrones pastaban, ajenas al peligro que intentaba comerse el Páramo Verde.

Allí era donde habían levantado el campamento de los Hijos del Sol, aunque llamarlo de aquella manera era demasiado generoso. Pues consistía en una docena de tiendas de campaña colocadas a la izquierda del camino, sin orden ni concierto.

A la derecha, había una larga caravana. Era de madera, con largas ventanas de cortinas echadas, un tejado a dos aguas fabricado con tejas de un naranja apagado y la superficie envejecida no se veía ninguna decoración. Salvo en la parte superior, donde habían grabado unas vides cargadas de uvas. Pensé que debía pertenecer al aventurero veterano encargado de organizar aquella operación.

—¿Habrá bajado Herodes...? —me pregunté a mí misma, refiriéndome al comandante.

—No lo creas —respondió Rodrigo —. Alguien tan importante seguramente se haya quedado en el Cuartel General. Pero reconozco que tengo curiosidad, ¿podría ser que fuera un aventurero de rango diamante?

Apoyado al lado de la puerta, había un aventurero fumando y que nos miraba con desinterés. Era de rango plata, de mi mismo rango: aunque él era bastante más mayor que yo y por encima de sus orejas ya se le notaban el nacimiento de unas cuantas canas.

Un poco apartada de la caravana, se levantaba una tienda más lujosa que el resto y también de un tamaño considerablemente más grande. Era de un color azul y sobre la puerta de entrada se encontraba el sol con rostro, emblema de nuestro Reino y parte integrante de nuestra bandera: que es sencilla, dicho sol sobre un fondo azul verde.

Delante de la puerta, había una mesa debajo de una sombrilla. Se sentaba un hombre de bigote fino y mirada aburrida: era el representante de la Casa Real, que se encontraba allí para comprar los corazones de los caídos que eran exterminados por los aventureros. El día anterior, fue allí donde vendimos las gemas que habíamos conseguido.

—Bah, incluso siendo los Hijos, pues como que me esperaba algo más grande... —dijo Hernando, el caballero robusto y de ojos achinados.

Tenía el pelo rapado por los laterales de la cabeza y más largo por arriba, le caía por detrás en donde lo llevaba recogido en una coleta. Su cabello era negro, como el plumaje de un cuervo.

Observaba con una sonrisa despectiva las tiendas de campaña desperdigadas por el campo cerca de unos árboles de hojas rojas que inclinaban sus ramas retorcidas sobre las improvisadas viviendas.

—El campamento lo montaron ayer —dije, y me callé: no tenía interés en defender a los Hijos del Sol. Quería llegar cuanto antes a la ciudad de Nebula.

El vice comandante grandote miraba el escenario, con una decepción un tanto teatral. Aunque sabiendo lo que pensaban sobre los Hijos del Sol, diría que era un sentimiento inevitable e incluso deseado.

—Ya, lo montaron dices... pero no tiene gracia, ni nada de nada. Es... de un cutrerío tremendo y más bien feo... ¡Si lo hiciéramos los caballeros de la Rosa, pues sería mucho mejor! —dijo Hernando, subiendo el volumen de la voz y haciendo que varios de los aventureros que se encontraban en el campamento nos mirasen.

Sus ojos ojerosos estaban llenos de cansancio y muchos tenían barba de unos cuantos días. Se encontraban alrededor de una hoguera que habían montado en un espacio que habían dejado entre las tiendas.

A pesar de que era por la mañana, tres de ellos bebían de unas botellas sin etiqueta y dudaba bastante de que se tratase de agua, o algo que no tuviera un alto contenido en alcohol. Aquel no era un comportamiento adecuado para un aventurero, ¡se supone que debemos estar siempre en alerta! ¿Y si un caído atacaba el campamento?

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora