184. Rodrigo Rodríguez y la Gran Locura. Parte I de alguna.

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Rodrigo Rodríguez no tenía trabajo; su ocupación era la de opositor, lo que significaba que pasaba la mayor parte de las horas, minutos y segundos de todos los días, semanas y años encerrado en el dormitorio de su piso. Este era un ático que solo contaba con un dormitorio, un baño y una habitación que hacía las veces de cocina, comedor y salón.

En ese dormitorio, Rodrigo se encerraba a cal y canto con la intención de estudiar ley tras ley, grabando a fuego en su mente hasta el artículo más insignificante e irrisorio de todos los existentes. La Ley de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas era agradable de transitar, algo que no se podía decir de la Ley de Contratos del Sector Público, de una extensión que rayaba en la épica de un cantar de gesta, pero con apenas una cuarta parte de la emoción. Mejor ni hablar del Texto Refundido de la Ley de Régimen Financiero y Presupuestario de Galicia, que, pese a su corta extensión, era tan complicado de descifrar como la escritura lineal A e incluso más difícil de entender.

De todas maneras, no hace falta ser tan pesimista. ¡Hay que ser capaces de mirar el lado luminoso de la vida! La Constitución Española es bastante fácil de comprender y contiene datos que algunas personas podrían considerar interesantes: ¿Sabías que un español puede tener doble nacionalidad, siempre y cuando el país con el que desee nacionalizarse sea iberoamericano o haya tenido una particular vinculación con España?

¡Y quién podría olvidar la Ley General de Derechos de las Personas con Discapacidad y su Inclusión Social! Sin lugar a dudas, era bastante amena y, al menos, había aprendido que para ser considerado discapacitado, se debía tener un 33% de discapacidad. Otra de sus favoritas era el Estatuto de Autonomía de Galicia, aunque solo porque era corto y fácil de aprender. Al final, ¿no era eso lo más importante? Te lo estoy preguntando a ti, ¿no es lo más importante o qué?

Quizás sientas curiosidad y quieras saber por qué Rodrigo Rodríguez malgastaba su vida estudiando leyes insulsas, aburridas e inútiles. ¿Por qué se encerraba en su hogar cuando bien podría estar cultivando sus pasiones? La respuesta es tan sencilla como el artículo 11 del Estatuto de los Trabajadores: lo que más deseaba en su vida, aparte de ganar el Euromillones, era aprobar las oposiciones con una nota superior a la del resto de sus contrincantes, y para ello debía estudiar doce leyes e ir hasta la mítica Silleda para realizar dos exámenes: uno teórico y otro práctico. Resumiendo, si con la nota conjunta lograba superar al resto de los opositores y opositoras, sería nombrado funcionario de carrera de la Administración Pública de la Comunidad Autónoma de Galicia. Después de eso, tendría trabajo seguro y podría dedicar su vida a cultivar sus variadas pasiones. La pena era que había pasado tanto tiempo estudiando encerrado que no tenía ni idea de cuáles eran.

Como era de esperar, estudiar tanto tiempo tiene sus desventajas: su novia lo había dejado porque, cuando estaban juntos, lo único que hacía era hablar de lo inútil que le parecía estudiar tres temas relacionados con el derecho europeo, cuando lo más seguro era que en su trabajo no iba a necesitar saber nada de eso. ¿Qué importaba cuáles eran las instituciones europeas? ¿Por qué había dos que se llamaban prácticamente igual? El Consejo Europeo y el Consejo de la Unión Europea, ¡menuda broma!

También había comenzado a usar gafas, debido a las horas y horas de estudio sin parar. Qué triste realidad: él, que había sido elogiado por su visión de águila, ahora solo podía compararse con un topo. Y eso sin contar el aumento de peso, las greñas que llevaba por no visitar al peluquero, el ligero temblor de la mano derecha (que deseaba que solo fuera producto del nerviosismo) y el hecho de ver a sus amigos y amigas avanzar en la vida mientras él se había quedado estancado en el mismo lugar.

A pesar de todo, existía una hermosa luz al final del túnel: no faltaba demasiado para la fecha del primer examen y, sin lugar a dudas, lograría aprobar. Era impensable no hacerlo después de haber pasado tanto tiempo memorizando hasta la muerte los datos más aburridos de la historia de la humanidad. Rodrigo reconocía que era desalentador saber que junto a él participarían otras 9,000 personas y que solo había plaza para 100. No podía dejar de pensar en todas aquellas personas afortunadas, con grandes cerebros y buena memoria, que se sabían las leyes al pie de la letra. ¿Qué sería de su vida si suspendía? Era desolador tener que esperar tantos años para poder presentarse a los exámenes de nuevo.

No, no, no, no, no. ¡No podía permitir que esos horrendos pensamientos conquistaran su voluntad! Al carajo con esas tortuosas ideas, con esos pequeños trasgos que roían su moral, ¡él no era tan débil como para ser derrotado tan fácilmente! Lo que debía hacer era mantener su optimismo, porque el único lugar al que lo llevaría el pesimismo era a una defenestración voluntaria. No le cabía la menor duda: iba a conseguir su trabajo, sería tan feliz como una perdiz, tendría una casa en el suburbio, diez niños rubicundos, sonrojados, rubios y delicados, una esposa fiel, cariñosa, cándida, buena cocinera y, por supuesto, no podían faltar el perro, y quizás un gato. Lo que no sucedería es que acabara muerto, congelado y solitario en una zanja cualquiera, al lado de una carretera cualquiera, tal y como si fuera una víctima cualquiera del franquismo. No, no, no, no y no.

¡Ya basta de oposiciones y sueños que nunca se cumplirían! ¡Eso no es lo importante, ni de broma! Este humilde narrador os dice que lo imperante es hablar de ese gran acontecimiento en el cual el destino de la humanidad cambió por completo. Fue el 5 de julio de 2033, en una noche demasiado caliente como para dormir vestido, únicamente con unos calzoncillos de Hora de Aventuras que, poco a poco, iban sobrando más y más.

A pesar de la achicharrante situación, Rodrigo dormía a pierna suelta y soñaba. Un cine al aire libre, lleno de niños que se burlaban de él, aunque pronto se desató un incendio; también apareció un gato cuyo ojo escapaba de su cuenca ocular y volvía a entrar, aparentemente a su voluntad. Hablaba con la convicción de un perfecto orador, pero que me den nalgadas hasta llegar a la luna si Rodrigo, ni yo, ni nadie sabe qué decía el minino. También soñó con una chica rubia que vivía en un castillo, una mujer superficial y vanidosa al extremo que, no obstante, resultaba encantadora, alegre y divertida. Sin embargo, la relación con ella nunca llegaba a buen puerto y, después de estar con ella, se sentía menos persona, indigno y digno de lástima.

En aquella noche en la que Rodrigo soñó tanto, sucedió el suceso extraordinario que cambió el mundo por completo: la Gran Locura. Otros personajes que más adelante conoceremos fueron testigos más o menos directos del bizarro acontecimiento: el torpe Breogán, la misteriosa Laura e incluso el presumido Rodolfo Valentín. Sin embargo, lo importante en estos momentos es matizar que el poco relevante Rodrigo Rodríguez no lo fue, puesto que dormía a pierna suelta en un tranquilo sueño. A las 12:00 de la medianoche, en la hora de las brujas, cuando los gatos pardos maúllan melancólicas canciones sobre la soledad y las sardinas, el tranquilo sueño de Rodrigo fue desquebrajado por una potente explosión. ¿Y qué sucedió luego? Ya lo sabremos en el próximo capítulo. Hasta ese momento, tened cuidado con las sombras que se ocultan detrás de las sonrisas de aquellas personas que creéis conocer, pero que en realidad han sido sustituidas. 

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