22. Los gusanos

133 22 166
                                    

El hostal se llamaba El portal, y su interior era un mar de personas. La mayor parte eran aventureros, Hijos del Sol, de la misma manera que yo lo era. Pero no sentía la más mínima sintonía con aquellas bolsas de carne, pues a mis ojos no eran más que una pandilla ruidosa y homogénea que inundaba el local con su apestoso olor y sus vulgares gritos.

Al pasar la mirada por aquellos sujetos, me daba la impresión de que eran producto de un mismo molde. Todos contaban con los mismos rasgos brutos, de una humanidad sin gracia ni belleza. Eran simples, simples y desagradables, personas toscas y talladas con prisas, sin prestar atención a los detalles que conforman la belleza, la identidad... Eran todos iguales, eran todos basura.

La mayoría eran bronce, pero algunos lucían el sol plateado, y el hecho de que hubieran conseguido llegar a ese nivel hacían que el signo que colgaba de mi camisa se hiciera pesado, de poco desear, casi más una vergüenza que un honor. De todas formas, ellos solo eran una molestia menor, pues mi cabeza estaba llena de Sabela. Es decir, no podía dejar de pensar en la Traidora que quería corromper el Páramo Verde y destruir el último reducto de la humanidad.

Me miré la mano, la única que me quedaba, puesto que la otra había sido robada por aquel monstruo con la apariencia de un cerdo. La abrí, la cerré e intenté convocar en ella la Fe: apareció una luz blanca, débil y que apenas duró unos breves segundos. Desde que mi cuerpo había sufrido aquellas brutales heridas, la Fe no llegaba a mí con la misma fuerza de antaño. Aquel horrendo cerdo no solo me había robado el brazo y el ojo, destrozando mi belleza, sino que también me había dejado sin mi Fe.

Después de que me cortaran el brazo, Abdón me salvó porque me había seguido hasta la cueva. Después, en compañía de Godofredo, me llevó hasta una balura que vivía en un bosque cercano y ella me curó. Fuimos hasta la ciudad de Nebula y tuvimos que pelear contra una gran cantidad de caídos para cruzarla. En cuanto llegamos a la posada, discutí con Godofredo porque él no creía que su hija era la Traidora. En cambio, Abdón había permanecido a mi lado. No obstante, no era algo que me gustara demasiado porque él no me caía nada bien.

—¿Tú no pensarás igual que Godofredo, no? ¿Crees que debemos matar a la Traidora?

Con una lentitud exasperante, el hombre negó con la cabeza y me dijo:

—Es complicado de decir...

Lancé un bufido de impaciencia, si iba a comenzar a poner pegas a todo lo que yo decía, lo mejor que podía hacer era irse con Godofredo. Ya que yo no le había pedido que se quedara conmigo, lo había hecho por decisión propia y a pesar de que él me provocaba irritación, reconocía que era bastante fuerte y podía ser de utilidad. Abría y cerraba la mano, deseaba con todas las fuerzas que la luz de mi Fe se hiciera más fuerte, pero no era nada.

—Ella ya no es humana, ella es un monstruo. Visto de esta manera, no creo que haya ningún problema en matarla. Ella me ha mentido, desde siempre... me ha mentido, se ha reído a mis espaldas, se ha burlado de mí. Pero ahora soy capaz de ver con claridad y lo justo es que muera. La encontraré y esta vez ya no se volverá a reír de mí —le dije y miré a los demás aventureros que se habían reunido en aquel local.

Una idea encendió mi corazón, podía utilizar a aquellos brutos para llegar hasta la traidora y matarla con mis propias manos. Me levanté de la silla y me subí a la mesa, entonces grité con toda la fuerza de mis pulmones:

—¡Hijos del Sol!

Pero ellos continuaban hablando entre ellos, riéndose, bebiendo, comiendo... sin prestarme ni la más mínima atención. Apreté mi puño.

—¡¡Hijos del Sol!!

Seguían sin hacerme caso. Hablando entre ellos, gritando, bebiendo sin parar, ajenos a la tragedia que ocurría en la ciudad de Nebula.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora