20. La carretera a ninguna parte

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 Mis dedos tocaron la humedad mañanera de la hierba que acariciaba mi cuerpo desde los talones hasta la cabeza. Soplidos de viento helado me tocaban la punta de la nariz y la de otras cosas, se escuchaba el sonido de muchas manos aplaudiendo y tuve la sensación de que me miraba un montón de gente, que se reían de mis desgracias. Pero lo que llegaba a mis orejas no era más que el viento agitando las hojas y ramas de los árboles cercanos.

—Uggghhh —dije.

Abrí los ojos y lo que vi fue un cielo cubierto por nubes. No dejaban espacio por el cual pudiese meterse ni el más pequeño de los rayos del sol y convertían el mundo en un lugar de colores tristes.

Estaba tumbada en un campo que formaba pequeñas olas, como de un mar agitado, pero no tormentoso. Me rodeaban pinos estirados y al fondo unas cuantas vacas comían hierba y se escuchaba el tolón tolón de las grandes esquilas que llevaban.

Me metí el dedo por mi bonito ombligo y pensé en que quería comerme: un buen bocadillo con lechuga, tomate, queso, pechuga de pollo y todo bien regado con salsa picante. ¡Y una jarra de cerveza!

—Bueno... eso sería simplemente maravilloso... Dije hundiendo mis dos manos en mis cabellos, eso ayudó a tranquilizarme.

Cerca de mí, clavada en el suelo, estaba mi hacha y la alegría por verla pronto se convirtió en todo lo contrario: no-alegría. Me dio un poco de asco de esos que te agarran el estómago y te lo giran una y otra vez.

—Tú... Tú no eres cosa buena... es decir, eres cosa mala... —dije, no me fiaba nada de Maeloc, pero tampoco de Hacha.

Aunque si quería matar a Maeloc iba necesitar su ayuda sí o sí.

—¿Qué es lo peor que puede pasar? —dije.

Cogí a Hacha y fui hasta un camino cercano, quería encontrar a alguien para ver si me daba algo de ropa pues seguía estando desnuda. Nada más poner los pies en el camino de tierra, escuché un grito agudo: vi a un hombre que me miraba con miedo en la cara.

—¡No me hagas daño! —me gritó.

Levanté a Hacha solo para que comprendiera que no le iba hacer daño, pero el hombre puso los ojos en blanco y desmayó. Pensé en arrastrar al hombre al bosque para quitarle la ropa y luego vestirme. Eso no era propio de mí, pero la situación era un poco urgente y que Helios me perdone.

Pues eso, lo agarré por las muñecas de los pies al hombre y lo llevé al interior del pinar. Cuando lo arrastraba, su cabello rubio se despegó de la cabeza y se quedó tan calvo como una bola de billar. Le cogí el matojo amarillo y se lo puse en la cabeza, por lo menos tan desnudo no se quedaría el pobre.

El bosque oscuro de pinos altos me dio la bienvenida con las copas bailando con suavidad al ritmo del viento y el canto intermitente los pájaros. Cantaban un poco y se callaban, cantaban otro poco y se callaban. Era un trino alocado y sin ningún ritmo, pero me recordaba a mi casita y me gustaba.

Apoyé al hombre en un tronco de un árbol y le fui quitando la ropa con bastante prisa, por temor a que se despertara. Pronto estuvo desnudo y yo vestida con una camisa de color blanco, chaleco negro y unos zapatos. Verlo en pelotas me dio un poco de cosa en el corazón. Es decir, el pobre hombre se fue a dar una vuelta por ahí y, sin comer ni beberlo, acabó tal y como vino al mundo en mitad del pinar.

Estaba casi a punto de ponerle la ropa de nuevo y buscarme la vida de otra manera que no significase dejar a alguien indefenso frente a la naturaleza, pero mi mano curiosa que estaba hurgando en los bolsillos del hombre sacó una cartera a reventar de billetes con bonitos soles.

Más importante, me encontré con un carnet que lo identificaba como un inquisidor de la Iglesia de Helios. Esos tipos no me caían nada bien desde que hace tres o cuatro años uno de ellos intentó retirarnos a papá y a mí el permiso de tala del Bosque Púrpura, porque consideraba que un civil no debería adentrarse en ese bosque que, por alguna razón, consideraba peligroso.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora