130. Débil

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Cuando abrí los ojos, me encontré en la habitación del hotel. Permanecí unos momentos contagiada por el estupor del despertar, tomando lo vivido con Cate como un mal sueño que pronto sería un recuerdo. Pero a cada segundo que pasaba, la realidad de aquella situación se iba haciendo más y más evidente. Al final, me fue imposible negar la realidad y tuve que aceptar que la pesadilla no era sino realidad.

¿Pero por qué me encontraba en la habitación y no en el exterior de la muralla? ¿Qué había pasado entre desmayo y despertar? La puerta del cuarto se encontraba abierta y, todavía con el miedo latente en mi cuerpo, saqué la cabeza a un corredor dormido, pues todavía era de noche y lo único que se escuchaba era el zumbido de las luces.

Cerré la puerta, pensé en continuar durmiendo, pero me encontraba en un estado de nerviosismo tan grande que lo haría imposible. Encendí la luz, con la esperanza de ahuyentar la sombras de la habitación desaparecieran también las de mi mente. No obstante, lo que conseguí con tal gesto fue encontrarme con una sorpresa encima de mi cama. Allí dormía plácidamente Tras, tal y como si fuera un perro un poquito consentido de más.

—¡Tras! ¡¿Se puede saber qué haces durmiendo aquí?!

El trasno se despertó, bostezó con amplitud y me miró con amarillos ojos adormilados.

—Buah... ¿Ya es de día o qué?

Negué con la cabeza.

—¡Todavía es de noche!

—¿Y por qué me despiertas? ¡Estaba durmiendo! —refunfuñó y se sentó en la cama, sus pequeñas piernas quedaron colgadas y empezó a balancearlas de un lado al otro.

—¡Esa no es la pregunta, piel de moco! ¡¿Por qué estás durmiendo en mi cuarto?! —grité, ¿acaso él no tenía una habitación en donde dormir?

—¡Tú eres débil, eres una de las cosas viva más débiles que vi en mi vida! Y no quiero que te mueras... —dijo Tras.

Eso me conmovió un poco, parecía que, por lo menos, el trasno se preocupaba por mí. No como ciertas hermanas víboras que muy bien primero, pero muy mal después. Sobre todo en el caso de la loca de Melinda, que con lo inestable que era no me sorprendería que al final me lanzara una bola de fuego a la cara.

—¿Y por qué quieres protegerme? No nos conocemos de nada.

No había conseguido librarme por completo del mordisco de la duda, a pesar de que Tras no parecía llevar por bandera la mentira ni el subterfugio.

—Es lo que hago, Zel. Yo protejo y tú eres la única que lo necesita. La balura es fuerte y la maga también, ellas no me necesitan. Así que te protejo a ti. ¡A menos que te moleste, claro! —añadió al final con un estridente chillido que me hizo dar un salto.

—¿No me estás mintiendo, verdad? —le pregunté y una expresión dolida apareció en su rostro.

—¡Los trasnos no somos de mentiras! ¡Los humanos mentís tanto que creéis que todos mienten más que hablan! Pero si nos conocieras algo, sabrías que no mentimos, no lo necesitamos para estar bien entre nosotros. Y si digo que te protejo, lo hago porque quiero y no porque haya mentiras en mí, ¿entiendes? Pero si tú no quieres que lo haga, me lo dices y no lo hago. Así de simple, ¿vale?

—Tras, si de verdad quieres protegerme... pues sería idiota que dijera que no. ¡Pero no respondiste a mi pregunta! ¿Por qué estoy en la habitación cuando me desmayé en el bosque?

Tras se había acurrucado de nuevo a los pies de la cama y, después de un largo bostezó, me contestó:

—Vi todo lo que pasaba con la sombra con la que fuiste a la muralla. Te seguía en la oscuridad para que no te pasara nada malo y te pasó algo malo, pero vine yo para impedir que te pasara algo peor. Te llevé hasta esta habitación yo solo porque pesas muy poco y luego me quedé a dormir para vigilar que no te pasaran más cosas malas. ¿Y podemos dormir otra vez? ¡Todavía tengo sueño, Zel!

—Gracias... —contesté y me di cuenta de que en realidad no me molestaba que durmiera en el extremo de mi cama. Es que lo veía como un perro, un verde, sin pelo, que andaba sobre dos piernas y hablaba, pero pese a todo eso me transmitía la misma energía hiperactiva que un can.

Además, no le iba a decir que se fuera porque ya dormía con una placidez envidiable. Intenté dormir con la misma tranquilidad que Tras, pero el tiro me salió por la culata porque mis sueños fueron perturbados por una pesadilla de bosques sumidos en niebla en donde brillaban ojos de fiero carmesí.

Me desperté y debido al contenido de lo soñado lo agradecí inmensamente. Escuché los ronquidos suaves del trasno que dormía a los pies de la cama y sentí algo de envidia.

No parecía haber en él nada de la preocupación que me torturaba a mí y, a cada segundo, dicho sentimiento aumentaba. No solo era lo sucedido con Cate, sino también la desconfianza de Melinda, mis recuerdos perdidos, la situación del hotel...

La noche había terminado y reinaba la mañana, así que decidí empezar el día y me di una buena ducha, lo cual calmó un poco mis nervios. Después de secarme, me miré la espalda en el espejo y descubrí un punto rojo. Afortunadamente, no había aparecido en la Zona Perdida, sino en una playa que se encontraba bastante cerca del edificio principal del hotel.

Pronto ideé un plan de acción: iría a la playa a investigar el lugar marcado con el punto para ver si encontraba alguna pista sobre mis recuerdos huidos. No creía que fuera de la Zona Perdida corriera peligro, pero por si acaso me llevaría conmigo a Tras para contar con la protección de sus garras.

Tapada con una toalla, regresé al dormitorio en donde Tras continuaba durmiendo a pierna suelta. Abrí el armario y descubrí que había un gran número de uniformes de botones de mi talla. Cogí el primero por la izquierda y regresé al cuarto de baño en donde me apresuré a vestirme.

Me quedé unos momentos observándome en el espejo, me gustaba cómo me quedaba el uniforme y también mi aspecto físico. Mientras estaba ensimismada mirándome, escuché unos fuertes golpes a la puerta de mi habitación y salí del baño apresurada para ver de quién se trataba. No me produjo demasiada felicidad encontrarme a Sabela.

—Buenos días, Zel.

—¿Qué quieres? —le pregunté con frialdad y me sentí un poco mal al tratarla así.

—Melinda quiere disculparse, por lo sucedido ayer —dijo Sabela y su cabeza giró a la derecha. A unos metros de nosotras estaba Melinda, la cual todavía no se había quitado del rostro una expresión de enfurruñamiento total. Más que una mujer hecha y derecha, parecía una niña al que le hubieran negado unos dulces.

—¿Ah, sí? —pregunté con una desconfianza que se mostraría más que fundada.

—Sí, quería pedirte perdón... por hablar con honestidad, supongo lo mejor sería haberme callado —dijo la muy caradura.

—¡Eso no es una disculpa! —bufé, aquello había removido de mala manera las ascuas de mi cabreo.

—Viniendo de ella es bastante —dijo Sabela.

—Puede que sea bastante, pero para mí no es suficiente —le dije y pensé que sería bastante bonito que la muy idiota fuera capaz de disculparse como lo hacen las personas no trastornadas. Aunque solo fuera para hacer las paces y que me acompañasen a la playa, pues me sentiría más segura si sumaba a la fuerza de Tras la de las hermanas. ¡Pero bajo aquellas circunstancias no pensaba yo ceder ni de broma!

—¡Las disculpas son una tontería! ¡Desconfió de ti y ya está! ¿Qué problema hay en eso? ¿Y no eres tú la que siempre va diciendo que la honestidad es lo mejor? —preguntó Melinda, mirando a Sabela con los ojos entrecerrados.

—No sé, a veces siento que tu honestidad es peor que las mentiras —contestó Sabela.

—¡Bah, superfluidades! ¡Lo que importa es saber si te ha aparecido algún punto en el mapa! —me dijo Melinda y yo no me podía creer su desfachatez. Después de lo mal que me había hecho pasar el día anterior, ¿de verdad se creía que iba a confiar en ella de nuevo?

—No, y aunque hubiera aparecido algo no te lo diría —le dije y cerré la puerta con todas las fuerzas que pude para dar un sonoro portazo, pero no logré hacer mucho ruido. 

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora