23. Los ascendidos

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La noticia de que yo era la Traidora causó reacciones diferentes en la mesa: papá continuó mordisqueando una de las últimas costillas que le quedaban en el plato como sin darse cuenta de lo tremenda noticia que tiré sobre la mesa. Cuando las neuronas descifraron el mensaje, se le resbaló el hueso pelado de la mano y se quedó con la boca abierta.

—¡¿Lo qué?! —gritó con una voz tan aguda que llamó la atención de un viejo calvo de larga barba que tomaba sopa a unas pocas mesas de distancia.

A través de sus gafas redondas, nos lanzó una mirada de desaprobación, pero yo no pude dejar de fijarme que la punta de la barba se le hundía en el mejunje que se tragaba a cucharazos.

—¿Quieres no gritar, por favor? —le pregunté, tampoco era cosa de que la noticia pasara de ser local a nacional.

Laura se me quedó mirando con una expresión de pez muerto en la cara y le daba largos sorbos a su cerveza.

—¿Qué pasa? Yo no me estoy enterando de una mierda —dijo y se encogió de hombros, para ella era más importante beber y comer que escuchar y entender. Lo entendía perfectamente.

Rodolfo no dijo nada, ni siquiera sonreía como era lo normal. ¿Podría confiar en él o no? Fuera como fuera, ya era tarde para el arrepentimiento y lo que me quedaba era tirar para adelante y ver qué pasaba.

Melinda se subió a la silla donde segundos antes se sentaba, y de esta dio un salto de cabra a la mesa. Entonces, cogió mucho aire en sus pulmones y gritó con todas las fuerzas que pudo:

—¡¡No me digas que tú eres la T...!! —No pensé, le pegué un puñetazo en todo el estómago. No es que me gustara pegar a niñas pequeñas, pero no quería que mi secreto fuera desparramado a lo largo y ancho del restaurante.

—¡Ugh! ¿Por qué...? —preguntó la mocosa, a cuatro patas sobre la mesa. El viejo de la barba sopera nos miró de nuevo mosqueado y, en esta ocasión, también llamamos la atención de las dos chicas de la barra.

Una morena y la otra rubia, la rubia tenía una cara graciosa y una corona de margaritas y la morena era más tipo guapa, con un rostro que me recordaba a la de una coneja. Sensación amplificada porque llevaba dos orejas de conejo saliéndole de la cabeza.

Por suerte, no mostraron ninguna intención de entrometerse en aquella muestra justificada de violencia infantil y pronto volvieron a sus asuntos: beber y reírse de forma escandalosa, como niñas pequeñas. Mi corazón le daba duro a los latidos, que ya me morí varias veces en los últimos días y no era cosa a la que una se podría acostumbrar con facilidad, ni sin ella.

—Oye, Mel. Que si me pillan en eso de ser la Traidora no creas que me van a poner una corona y hacerme reina del festival —dije y cogí otra costilla, aún tenía bastante hambre —. Ya sé que suena un poco mal lo de ser la Traidora que se va a cargar el Reino y todo eso... —Fui comiendo la susodicha costilla con lentitud, ya que era la última que me quedaba —. Sí, hablé con Maeloc, pero me dijo que no quería cargarse a la humanidad, que quería salvarla o un rollo así. —Le di los últimos sorbos a la cerveza, ya no me quedaba nada más para beber —. Y que la culpable de todo lo malo que está pasando era de una cosa que se llama Hermana del Dolor o algo por el estilo. —Al terminar de hablar, también terminado estaba el churrasco. Qué triste.

—Hermana del Dolor... —murmuró Rodolfo. Me daba la sensación de que él sabía algo más acerca de ese monstruo, pero no dijo nada más, solo se metió más vino en la boca.

—¿Estás segura de eso, eh? —me preguntó papá, estaba muy serio y eso resultaba preocupante para mí.

—¿Qué pasa, escuchaste hablar de esa cosa o qué? —le pregunté y él asintió con la cabeza, tenía una costilla en la mano. Sin embargo, no se la llevó a la boca: le daba vueltas, como si hubiera perdido las ganas de comer.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora