146. Las excusas de una cobarde

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 Al abrir los ojos, me encontré en la misma heladería a la cual Alarico me había llevado para enseñarme sus recuerdos. El ambiente de abandono de aquel establecimiento contrastaba con la elegancia del Club Esus, la oscuridad de sombras azuladas dejaba paso una claridad lánguida que desvelaba el desorden y la suciedad.

En una de las mesas, se levantaba solitaria una copa de helado, el último recuerdo de una merienda cortada. Me embargó esa melancolía desvaída provocada por los lugares abandonados, una que nace incluso de sitios con los que no tienes ningún tipo de conexión. Como aquel local olvidado, que nacía solitario en aquella playa devorada por la desidia.

Aquello no era un recuerdo, sino la realidad, y pese al ambiente, tengo que confesar que resultaba agradable regresar a mi propio cuerpo. Vivir el pasado a través de los ojos de Alarico resultó ser un poco agobiante. No podía moverme. No podía hablar. No podía huir. No podía resistirme. Perder el control no era nada bonito. Ni aunque fuera por cortos períodos.

Escuché el sonido de un cristal agrietándose, descubrí entre los dedos de mis manos una esfera flotando en cuyo interior bailaban luces de un impoluto blanco. Un crujido fuerte provocó que saltara en la silla, la esfera se desquebrajó en unos pedazos que permanecieron tintineando en el aire con una luminosidad que, poco a poco, fue perdiendo la intensidad hasta desvanecerse por completo.

—¿Qué era eso? —pregunté, pero en donde antes estaba sentado Alarico, solo se encontraba la silla vacía.

No tardé demasiado en encontrarlo delante de la puerta de entrada, observaba el exterior con una mueca de preocupación en el rostro. Me pregunté la razón del gesto, así que miré a través de la ventana.

La niebla devoraba el paisaje con una voracidad mayor que la de antes, ya que ahora no se distinguía el comienzo del mar y solo se percibían las siluetas de los barcos difuminadas en el gris.

Me froté los ojos, no era capaz de encontrar lo que preocupaba a Alarico. Al levantarme de la silla, el mundo giró a mi alrededor y el suelo se abalanzó hacia mí. Me apoyé en una mesa, me encontraba bastante cansada.

Había un dibujo que ocupaba gran parte de una pared. Allí estaba la mascota de la heladería, la misma que había visto en la fachada del edificio. Supuse que se llamaría Heladín, la caricatura de un helado que contaba con brazos, piernas y una enorme sonrisa. La esperpéntica criatura danzaba rodeado de niñas y niños que lo observaban con admiración, pero a mí me dio la impresión de que él me miraba a mí.

Cuando se me pasó la sensación de mareo, caminé en dirección a Alarico. El sonido de mis pasos a través del suelo ajedrezado llamaron su atención, por fin. El mouro me miró y, en ese momento, el mareo me atacó de nuevo.

Me habría caído al suelo si no fuera por la ayuda de Alarico, sus manos se cerraron sobre mis brazos y me quedé perdida en aquellos ojos de esmeralda.

—¿Estás bien?

—Ya vi tus recuerdos... —le dije, con voz entrecortada.

—¿Y qué te han parecido?

Me quedé en silencio en un segundo que se alargaba repleto de posibilidades. Lo que más deseaba hacer era confiar en él, ¿y por qué no? Es triste arrastrarse por la vida viendo enemigos en todas las caras amigas que te rodeaban.

Me aparté de aquellos ojos cautivadores y del fuerte contacto de sus dedos hundiéndose en la carne de mis brazos. Lo que me hacía sentir era insensato, de una insensatez a la cual quería abalanzarme. Y eso me daba miedo, acompañado de una sensación de mareo diferente de la que acababa de sentir.

—Ha sido... revelador.

No encontré el valor suficiente como para soltarle todas las dudas que me devoraban por dentro. Razonaba que si Alarico era sincero, lo más seguro es que le dolería ver que dudaba de él y, de ser un mentiroso, puede que la honestidad fuera peligrosa. Al final, todo esto no eran nada más que las excusas de una cobarde.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora