43. La esperanza

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Me moría. Así de simple. Y matado por un cerdo... ¡Si lo llegó a saber no le hacía caso a la Ramona y me lo cocinaba en la sartén! Iba morir solo, en aquella ciudad rara y lo peor era que me mató un cerdo. No me podía quitar ese pequeño detalle de la cabeza: es que no creo que haya muchas personas que fueran matadas por marranos.

Pues me iba desangrando mientras caminaba por las vacías calles de la ciudad esperando que el cerdo no me siguiera, esperando que ningún caído me viera. Mi vista se volvía negra, con pequeños bracitos oscuros que salían de los límites de mi visión.

Y me dolía mucho allí donde fui atravesado por el cerdo: el hombro, el estómago y también el costado derecho, todo eso lo tenía que daba asco. Pero no me rendía, de ninguna manera: rendirse no estaba dentro de mi vocabulario. Además, sabía cómo podía salvarme.

Primero pensé en ir junto al pisaverde y la borrachina, pero quedaba un poco lejos. Pero después me di cuenta de una cosa: la chica que Melón quería que salvara curraba para una Casa de Curación. ¡Así que posiblemente sabría algo sobre cómo curar heridas!

Pronto me encontré en la callejuela donde ella vivía: Calle de la legítima Esperanza. Entré en ella, era una rúa estrecha, con muchas puertas a un lado y al otro. Lo cual era malo, porque no me acordaba de dónde vivía la chica, pero tenía un papel con la dirección de ella. Pero al mirarlo, descubrí que el número de la casa estaba debajo de una mancha de sangre.

—Oh, no... —murmuré yo, y pensé que todo era culpa del cerdo, ¿cómo fue capaz de encontrarme si no iba haciendo demasiado ruido?

Escuché pasos: me venían justo por delante, por donde la callejuela se arrejuntaba a una calle más grande. Y yo me llené de esperanzas: ¿sería la muchacha que venía yo a ayudar?

No, era un caído. Uno que tenía numerosos brazos y ninguna pierna, sino que su cuerpo terminaba en una especie de cola pequeña que se bifurcaba en dos. Además, tampoco tenía cuello, ya que la cabeza le nacía directamente del torso y la boca le crecía de forma vertical, yéndole hasta la ingle.

Se quedó justo en la entrada de la callejuela y a mí me dio la impresión de que no me quedaba mucho de vida, es decir, que me quedaba más bien poco. Se me fue la energía y me fui apoyar la mano en una pared, pero se me fue la fuerza todavía más y tuve que sentarme en el suelo.

Aquel caído de mil brazos todavía se encontraba en el inicio de la callejuela, quieto parado como si fuera una estatua y no una cosa viva. ¿Por qué no se piraba y me dejaba en paz? Es que la verdad prefería morirme desangrado antes que devorado.

—Oye... —escuché a una voz femenina y, al mirar para adelante, pude ver la puerta entreabierta de una casa y en el hueco surgía el rostro redondito de una chica bajita que me miraba como si estuviera cabreada conmigo.

—¿Qué... pasa? —pregunté, con voz muy baja, para que no me escuchara el caído.

—Ven, te puedo curar.

¿Me podía curar? ¿Eso quería decir que ella era la chica que tenía que salvar? ¡Y ahora resultaba que sería ella quien me salvara! No me quejaba, que estar vivo era mucho mejor que morirme. Pero moverme hasta allí sería dificultoso, porque tenía tantos agujeros como un colador. Bueno, eso no era completamente cierto: yo tenía tres agujeros no naturales, y un colador tenía bastantes más.

—¿Por qué no me curas tú aquí? —le dije y ella lanzó una mirada al caído de las muchas piernas.

—No... Es peligroso. Tienes que venir tú.

Iba yo ya discutir más con ella, pero la verdad es que yo eso de hablar como que bien se me da peor que mal. Además, me moría mucho, así que lo mejor era tomar el toro por los huevos y a ver si me daba lo poco que me quedaba de vida para salvarme el culo.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora