61. La mujer que quería ser libre

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MUCHOS AÑOS DESPUÉS 


De pronto, me encuentro suspendida en el aire y debajo el mar embravecido. No tengo ni idea de quién soy ni tampoco de dónde me encuentro. Gobierna el cielo un mar de nubes de tal consistencia que impiden al sol respirar y en la inmensidad gris no hay espacio por el cual pueda penetrar el más mínimo rayo de luz.

Bueno, no sé quién soy y eso me deja muy confusa. ¿Confusa? ¿Eso quiere decir que soy una mujer? Las mujeres no vuelan sobre el agua, ¡las mujeres no aparecen en medio de la nada sin saber quiénes son!

Además, siento que algo está detrás de mí. Algo grande, oscuro, terrible y que quiere hacerme cosas malas. ¡Eso me da bastante miedo! Lo mejor es dejar de pensar en eso, ojos que no ven, corazón que no siente. Aunque me parece a mí que ni tengo corazón ni ojos. Tampoco creo que sea buena idea pensar en eso.

Distingo a lo lejos un barco pequeño, quizás uno pesquero, y puede que allí reciba un poco de información sobre quién soy o sobre dónde estoy. Me acerco lo suficiente como para ver las olas que golpean el casco de la embarcación que provocan un rumrum incesante, incansable, la banda sonora del viaje entre costa hacia... ¿A dónde?

Miro en dirección hacia la cual navega el barco y veo una pequeña isla, perdida entre la niebla y el oleaje. ¿Cómo se llama aquella isla? No tengo ni idea, pero tampoco es que pueda preguntarle a nadie.

El viento, caprichoso como él solo, rasga de las olas saladas con el objetivo de salpicar el rostro de una mujer que permanece apoyada en la barandilla, fuma cigarro tras cigarro y ofrece sus cuerpos a los dioses de las profundidades marinas. En el barco, la peste de la sal incrustada a la madera, combinada con el aroma de las algas podridas.

Ella me resulta interesante, pero no sé por qué. Es casi como si la conociera. Puede que sea así, porque no tengo ni idea de quién soy. ¿Quizás sea una amiga? ¿Mi hermana? ¿Una enemiga? ¿Mi amante? ¿Una hija, nieta, bisnieta? ¿Mi madre? Me acerco a ella y, durante unos momentos, tengo la impresión de que va girar la cabeza y mirarme. Pero no lo hace, así que le digo:

—Hola...

Pero no recibo contestación y me doy cuenta de que soy invisible y también inaudible. Chasqueo la lengua, aunque no tengo lengua, así que no lo hago. Pero yo puedo ver, puedo mover y también puedo oler el mar que huele a sal profunda o algo por el estilo.

La mujer tendrá unos veinte años largos, quizás ya treinta, y tiene la mirada amargada clavada en la isla, que se erige entre los remolinos fantasmales de la niebla. Le da la última calada al cigarro y lo tira al mar. Los pulmones no esperan demasiado por humo y nicotina, en seguida se enciende otro.

De un escaso metro y medio y un lugar bajo el ojo envilecido por un moratón, factura reciente. Ella no es la única pasajera, también hay un hombre que tiene un libro en la mano y el viento juega con él, revuelve las páginas y pone a prueba su paciencia, su deseo de leer. Se termina cuando un golpe de viento le roba el libro y este agita las alas, intenta volar y el esfuerzo es vano, pues no tarda demasiado en caer al agua.

—Perfecto... Sencillamente perfecto —murmura el hombre, se rasca la barba, abandonada a su suerte y se fija en Xoana, a escasos metros de él, apoyada en la misma barandilla.

—¿Qué miras? —dice la mujer, nota en el cogote los ojos del escritor.

—¿Qué se te ha perdido en la isla? —le pregunta el hombre.

—Esto... —La mujer se saca del bolsillo una cruz solar, de bronce.

—Una nueva agente del pueblo, ¿a quién has enfadado para merecerte... eso? —Con un gesto de la cabeza, señala la isla. O por lo menos allá donde debería estar, pues la niebla la oculta.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora