187. Regreso a casa

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9 días después de la Gran Locura


El gobierno había decidido cerrar a cal y canto la ciudad de Santiago de Compostela, donde residía desde que terminé la carrera universitaria. Lo hizo con el propósito de evitar que los efectos de la Gran Locura se esparcieran por toda España, lo cual era absurdo, ya que se trataba de un fenómeno global y no local. Por lo tanto, no tuve ningún reparo en desobedecer aquel encierro absurdo, marcharme de la ciudad por la puerta de atrás y emigrar a la casa de mis padres, con la sana intención de pasar una temporada con ellos.

No iba a tener problemas con el trabajo, ya que podía hacerlo a distancia. Además, ahorraría algo de dinero y estaba convencido de que la situación en casa de mis padres sería mucho mejor que en mi piso. La razón era mi compañero de piso, Damiel, cuyo nombre le pusieron sus padres, personas curiosas y artistas del sinsentido, que se negaron a llamarlo algo tan normal como Daniel y acabaron nombrándolo Damiel. Pues bien, desde que la Gran Locura nos explotó en nuestras caras colectivas, Damiel comenzó a comportarse de una manera extraña: rehuía mi compañía y la de amigos tanto comunes como propios para vagar solitario por el laberinto de desinformación en que se había convertido internet, perdiéndose en una maraña de conspiraciones sobre la Gran Locura.

Una noche, a las cuatro de la mañana, me levanté para ir al baño. Al pasar por delante del salón, lo vi sumido en las tinieblas, salvo por un haz de luz que provenía del resplandor de la pantalla de un portátil, iluminando únicamente el rostro redondo, desmelenado y barbudo de Damiel, que parecía flotar en medio de la oscuridad. En la pantalla, un programa de televisión presentado por un hombre gordo, calvo y rojo, rojo de una furia inmensa que lo consumía y que expulsaba de su cuerpo a través de gritos y continuos golpes en la mesa. Lo reconocí al instante: Alex Jones. Esto era lo que aullaba:

—¡THEY DID THIS! The globalists, those psychotic elites, THEY CAUSED THE GREAT MADNESS! Do you think it just HAPPENED? NO! They pulled the strings, they twisted the world, and now NOTHING MAKES SENSE! One night—ONE NIGHT—and the whole world goes insane! You wake up, and everything's upside down, chaotic, absurd! And WHO benefits? THE GLOBALISTS! This was their plan, people! They WANT us confused, powerless, trapped in this madness! They broke reality to control us, to keep us distracted while they tighten their stranglehold on humanity! Every unpredictable, insane thing happening right now—THEY DID THAT! They're laughing while we're stumbling around in their twisted nightmare!

La cabeza de Alex Jones se hinchaba más y más, como un globo inflándose, alimentada por la pura rabia que recorría su cuerpo alcoholizado. De pronto, estalló, y en su interior no había nada, solo vacío. Sin embargo, eso no fue impedimento para que continuara despotricando contra los globalistas, ya que seguía con aquel discurso prefabricado que, a mi parecer, poco o nada tenía que ver con la caótica realidad en la que vivíamos. No obstante, mi amigo Damiel permanecía absorto ante la palabrería, escuchando con satisfacción mientras paladeaba un mechón de su propio cabello.

Mi nombre es Roy R. Nuevo, graduado en historia del arte, y actualmente trabajo en un pequeño museo de la ciudad, uno dedicado a la figura y obra de Eugenio Granell, un pintor coruñés influenciado por Picasso que nunca alcanzó la relevancia de este. Otra de las razones por las que quise marcharme de la ciudad era que la situación en el museo comenzaba a complicarse, puesto que algunos de los cuadros habían cobrado vida y, lejos de mostrar la seriedad que una obra de arte debía tener, se iban de parranda todos los días de la semana. Eso dejaba descontentos a los visitantes, ya que ver cuadros vacíos de contenido dejó a varios amantes del arte desconcertados, desbordados y al llorando a lágrima viva. 

Volviendo a la historia que quiero contar, fui a la casa de mis padres, un chalet rodeado de otros chalets. Una casita de tres pisos con piscina, un lugar de descanso y tranquilidad que, como es natural, siempre asociaba con mi infancia más o menos feliz, ya que donde hay luz, siempre hay algo de oscuridad.

Llegué con la maleta en la mano y una sonrisa en la cara. Llamé a la puerta y me abrió mi madre, Mariana. Un dato curioso: mi padre se llamaba Mariano. Desde el primer momento, sentí una punzada de preocupación al verla tras la puerta, despeinada y desarreglada, cuando siempre había sido muy coqueta. Vestía una bata arrugada y su mirada perdida, llena de confusión, me hizo temer que ni siquiera me reconocería.

—Madre, he venido a pasar unos días en casa. Perdona que no te haya llamado, mi compañero de piso tiró mi móvil por la ventana —dije, intentando actuar con naturalidad, pero sin poder deshacerme de esa sensación de incomodidad que me invadía.

—Ah, eso no es propio de Damiel. No, no... ¿No le habrás hecho algo tú? —preguntó, y me sentí un tanto aliviado. Esa era justo la respuesta que esperaba de mi madre, puesto que por alguna razón que desconozco, siempre se ponía del lado de mi compañero de piso, aunque nunca se habían visto.

—Como bien deberías saber, yo nunca soy culpable de nada. Es él. Desde que comenzó la Gran Locura, se ha estado comportando de manera extraña. Supongo que se le puede achacar a ese fenómeno, pero de todas las personas que conozco, él es el único que se ha vuelto... siniestro —dije, sintiéndome un poco culpable por utilizar ese adjetivo. Ya que en aquellos momentos, todavía lo consideraba mi amigo. 

—Por supuesto, seguro que nunca le has hecho nada malo —respondió mi madre.

Entré en la casa, lo primero de lo que me percaté fue el salón silencioso. La televisión permanecía encendida y muda, proyectando aquella película en la que un hombre intentaba suicidarse arrojándose desde un puente. No obstante, antes de que tuviera tiempo de hacerlo, un ángel llegaba y le mostraba lo penoso que sería para todos si muriera, convenciéndolo de que era mejor continuar con vida. Nunca me gustó mucho ese mensaje, ya que siempre me preguntaba qué sucedería si la vida de los demás mejorase con su muerte. ¿Entonces estaría justificado que se quitara la vida?

—¿Y papá? ¿Dónde está? 

Era raro que él no se encontrase viendo la película, puesto que a él le encantaba el cine y solía pasar largas horas enganchado a la pantalla. A él le chiflaban ese tipo de filmes que solo los más acérrimos cinéfilos podían disfrutar. Lo cual era curioso, ya que, fuera de eso, sus gustos eran de lo más convencionales: le gustaba el fútbol, jurar en arameo, los coches rápidos y las mujeres despampanantes, hablar de política (que rara vez entendía) con la convicción de un maestro orador, y la fría cerveza junto al buen jamón serrano. Todo en él era común, excepto el amor que sentía por el cine. Últimamente, estaba obsesionado con la obra de un director francés llamado Jacques Rivette, un cineasta de la nouvelle vague que hacía películas largas, tediosas y completamente carentes de sentido.

Al escuchar la pregunta, mamá se pasó un pañuelo por la frente y soltó una risa nerviosa, como una gallina.

—Oh... Papá fue a comprar tabaco, todavía no ha vuelto.

—Pero si papá no fuma.

—Ya... pero es que el trabajo lo estresa mucho.

—Pero si está jubilado.

—Oh, no me refiero a ese trabajo. Es que está escribiendo una novela y le genera mucho estrés.

—Pero si papá odia escribir.

—Por eso está tan estresado, porque no le gusta.

—¿Y de qué va la novela?

—Va sobre dos personas que viven juntas, y una de ellas, que se llama Gerardo, comienza a obsesionarse con su propio pelo. Tanto, que incluso le ofrece al otro compañero de piso una tarta hecha con su pelo. Este se asusta y se va del piso, pero cuando regresa descubre que el pelo ha conquistado todo el lugar. No te cuento el final, ya lo vivirás.

—Qué coincidencia más rara, Damiel también hizo algo parecido con una tarta de queso que hizo.

—Seguramente se lo contaste a papá y eso lo inspiró. ¿Quieres ver el ángel que tengo en el armario? Es hermoso.

Aquella conversación me hacía sentir incómodo, un vértigo creciente que me susurraba al oído que el suelo bajo mis pies no era real, solo una ilusión a la que le quedaban segundos de vida. Pronto caería, y caería, y caería, perdiéndome en una oscuridad hambrienta.

—¿Cómo que un ángel?

—Sí, está perdido. Es lo que me dijo. Desde lo que sucedió hace nueve días, no sabe qué hacer. ¿Lo entiendes, verdad? Dios ha muerto y ellos solo vivían para él. ¿Qué harías tú si desapareciera lo único que le da sentido a tu vida?


Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora