Capítulo 57

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Durante muchos años, no solo vigilé a Perséfone, sino también a su familia, no eran nada fuera de lo común, una familia de lobos, vampiros y brujos viviendo el día a día en el mundo de los humanos.

Era consciente que convivir con ellos era difícil, pero no sabía que tanto.

Lo primero es que todos sufren de los nervios, de nada me valió decirles que Perséfone no estaba muerta, ellos buscaron hechizos hasta por debajo de las piedras y me hicieron a un lado, yo por mi parte me senté a jugar cartas con el pequeño Ares, descubrí que él era el único integrante de esta familia que me agradaba.

Me senté a esperar a que vinieran con el rabo entre las piernas a pedir ayuda, ningún hechizo que le realizaran a Perséfone lograría despertarla.

Ella estaba muerta, técnicamente.

El insulso de Gabriel le disparó una bala de plata directo al corazón, si no hubiera sido por la energía y el poder que le transferí, estaría totalmente tiesa en estos momentos.

El problema está en que si la devuelvo a la vida, será totalmente inmortal.

Es como cuando alguien se convierte en vampiro. El proceso es beber de la sangre del vampiro, morir y despertar para beber sangre humana, y listo, un vampiro nuevo ha llegado a este mundo. En el caso de la inmortalidad, lo que le transferí a Perséfone toma el lugar de la sangre, el imbécil de Gabriel se encargó de matarla, y ahora... en lugar de sangre humana, Perséfone tiene que ingerir mi sangre para volver a la vida.

Maldición, mejor debí dejarla moribunda.

Si bien Perséfone no era mi persona favorita, no la odiaba tanto como para darle el don de la inmortalidad. Odiaba este maldito lazo que nos unía, me hacía empatizar con ella más de lo que quisiera.

Todos te pintan la inmortalidad como una bendición, un don divino, cuando en realidad es la peor maldición que puedes tener.

De por sí mi vida no era un paraíso, ahora menos lo sería con esa chincha a mi lado toda la eternidad.

Según las tradiciones, como Perséfone era mi reina de todos modos la tendría que volver inmortal, pero eso era algo que no llegaría a cumplir, ya había roto la regla de no tener intimidad con ella hasta el día del casamiento, ¿qué más da? otra tradición rota no le haría daño a nadie.

—¡Te gané de nuevo! –exclamó el niño feliz.

La verdad era que lo estaba dejando ganar, tenía la cabeza en otro lado como para concentrarme en un juego de cartas con un niño de nueve años.

—Le presumiré a mis amigos que ganarle al rey del inframundo es como quitarle una paleta a un bebé –enarqué la ceja.

Cuando este niño crezca, será peor que yo. Que agradable lobito.

—Hades –Eros me miró con expresión derrotada, en su lugar, yo sonreí.

Me puse de pie y lo seguí, llegamos hasta la habitación de Perséfone donde todos se encontraban como si estuvieran en medio de un funeral.

Y ciertamente lo era, era el funeral de la mortalidad de Perséfone.

—Creí que no me necesitaban –me crucé de brazos.

—Déjate de tonterías y salva a mi hija –su padre, Alessandro me miró con los ojos rojos.

Sentí su furia y su impotencia al no poder hacer nada por su hija. Me fijé en su madre, quien estaba llorando en silencio mientras agarraba la mano de Perséfone.

—Si la salvo, será inmortal –en aquella habitación se podía escuchar un alfiler caer después que dije aquello. Todos me miraban con distintas emociones, que honestamente, me sentí abrumado.— y no creo que eso a ella le guste mucho.

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