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La mente de Aegon maquinaba a niveles inimaginables mientras su mirada estaba perdida en la ventana. Enfocada en el despejado cielo del día.

Habían partido hace una semana de la Muralla. El Rey Aegon había discutido audiblemente con el príncipe Jacaerys cuando se negó a llamar a Sunfyre. Aegon aún se sentía un poco arrepentido por contestar de una forma tan grosera a su sobrino, aunque el mismo no insistió más cuando el platinado le aclaró el porqué de sus acciones.

"Sunfyre vuela libre, cosa qué no soy capaz de hacer. Solo deja qué sea libre por ambos, en el tiempo qué pueda."

Un pequeño suspiro escapó de sus labios mientras cambiaba su mirada hasta sus manos, pellizcando sus cutículas, las cuales ya estaban casi sangrando. Estaba visiblemente estresado luego de la última cena qué tuvo con su familia. La declaración de guerra había sido clara por ambos bandos y nadie tenía intención de echarse para atrás.

Mucho menos los rojos, nombre qué había adoptado el bando del Rey Aegon, siendo este el principal enfoque de su abuelo, Otto Hightower. El hombre había estado pegado a él y Jacaerys cómo una sombra, insistiendo de forma insasiable para qué los preparativos de guerra comiencen, los soldados vuelvan a agruparse y decidir sí iban o no a atacar primero. Ninguno de los dos le habían hecho caso, Daeron era el único, junto a su abuelo y madre, quien discutía del tema.

Aegon no había querido tocar el tema con su amado luego de la cena, sin quererse imaginar por su dolor al tener qué traicionar a su madre. Él había esperado inseguro detrás de la puerta de roble, con miedo de qué ninguno de sus sobrinos traspase la misma segundos después, pero cuando los vio hacerlo y sintió los labios de Jace sobre su frente acompañados por lagrimas qué desaparecieron en sus mejillas, se sintió egoistamente feliz y amado.

Salió de su divagación cuando Draconys había desgarrado el extremo del vestido de su madre, ganándose una patada por parte de la misma mientras gritaba y cortaba la infinita habladuria qué iba dirigida hacia Aegon, sin darse cuenta qué el mismo no le prestaba atención.

— No le hagas daño. —regañó en un susurro débil, tomando a la dragona entre sus brazos para acurrucarla en su pecho. Luceryon se unió a ellos tan solo segundos después, bajo la indignada mirada de Alicent.—

— ¿Siquiera escuchaste algo de lo qué te dije, Aegon?

El platinado rodó sus ojos al oír cómo las palabras siguieron deslizándose entre los labios de la hermosa mujer al lado suyo. Esto lo hizo recordar cuál era su dilema existencial antes de la cena donde todo empezó.

Tanto Alicent cómo él eran muy conscientes qué Aegon era un bastardo, qué no era su hijo. Aún así esa mujer siempre estuvo a su lado, cambiándolo, bañandolo cada vez qué las sirvientas se negaban a hacerlo solo porqué el pequeño bebé lloraba a gritos, riéndose burlona cuando se equivocaba en sus clases o regañandolo cada vez que se escapaba en Sunfyre para después abrazarlo preocupada y obligandole a prometer qué nunca volvería a hacerlo. Aunque tenía sus defectos, demasiados, y Aegon nunca iba a olvidarlos, nunca menos perdonarlos. Pero también reconocía qué podía llegar a ser un dolor de cabeza aveces.

Pero el dolor qué su joven corazón sentía cada vez qué su abuelo o Sir Criston lo golpeaban simplemente por placer bajo su mirada, o cuando ella misma lo abofeteaba preguntándole a gritos porqué no podía ser normal o parecido a Aemond o dejándolo días sin comer por faltar a algunas de sus lecciones. Ahora le parecía algo tan infantil, tan insulso. Conocía cuan profundo puede ser un dolor, tanto físico cómo sentimental, por lo tanto le hizo replantearse sí realmente no había sufrido lo suficiente, o sí alguna vez lo será. Y no era por darle menos importancia a sus traumas infantiles, pero ahora mismo se sentía estúpido por haber llorado por una simple bofetada cuando hace una semana tuvo espadas cortando su piel sin miramientos.

Fuego Helado (PAUSADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora