XVIII. La máscara de la muerte.

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Mientras tanto, Mike luchaba contra las huestes enemigas. Decenas de soldados lo rodearon y le disparaban sin descanso. Las balas impactaban en su piel, pero no le hacían daño. Avanzaba lento. Sus músculos hinchados por la transformación dolían. Cada golpe que daba estaba destinado a matar. Su fuerza aplastante deshacía los cuerpos, hacía retumbar el suelo y atemorizaba a todo aquél que presenciara su brutalidad. Entre los gritos escuchó a uno decir "¿¡Wo ist der Mann aus Feuer!?". En ese instante, una bola de fuego le impactó. Los soldados enemigos a su alrededor murieron calcinados. Él sobrevivió por su mayor resistencia, pero no soportaría muchos ataques de ese tipo. Cuando el fuego se apagó, los cadáveres a su alrededor habían sido reducidos hasta los huesos. El suelo ardía y el metal se derretía. Buscó la fuente. Entre la multitud divisó a un hombre distinto. Su máscara de gas tenía los cristales de los ojos rotos. Tenía el pecho desnudo. No podía verle la boca, pero su mirada era burlesca. Mike formó una cruz con sus brazos, hundió su cabeza en medio de ellos y corrió para embestirlo. Debía matarlo. Arrolló a muchos soldados, a otros los arrojaba por el aire. No se detuvo. Cuando llegó con el hombre de máscara rota no lo golpeó. Fue más rápido que Mike, lo esquivó y le prendió llamas. Por inercia, continuó su carrera. El fuego se esparció. Había soldados que huían mientras sus pieles se fundían con sus máscaras. Se detuvo con dificultad. Sus brazos tenían marcas de quemaduras. Con una de sus gigantescas manos agarró a un cadáver y lo lanzó al hombre que enfrentaba, quien, con el poder del fuego que tenía, se prendió en llamas a sí mismo. Detuvo el cuerpo con sus manos de fuego. El despojo humano se fundió al momento. Corrió hacia Mike mientras vociferaba. El gigante intentó lanzarle cosas para detenerlo. Todo se derretía al tacto. Cuando lo alcanzó, el hombre de fuego se lanzó encima de Mike. El calor era insoportable. Su piel ardía. Sus músculos se contraían. Soltó un alarido. No podía desprenderse al hombre de fuego aferrado a su pecho. Las llamas los cubrieron. Mike, desesperado, saltó. Se convirtió en un meteorito. La tierra salió disparada cuando cayeron. El polvo difuminado reveló que el hombre de fuego murió. Su máscara había sido destruida y su cadáver sonreía.
Aunque ganó la pelea, Mike empezó a sentirse asfixiado y toser incontenible. Zafir, que había concluido su propia batalla, presenció este último acto. También vio cómo más nazis rodeaban a su compañero. Corrió hacia él. Asesinó a los soldados que le disparaban a Mike que no podía reponerse. La respiración descompuesta le indicaba lo peor. Agonizaba. Mientras tosía y escupía sangre se dio cuenta. Desde un principio el hombre de fuego atacó con intención suicida ¿Cómo matar al hombre con piel impenetrable? Lo quemas desde dentro.
Zafir intentaba levantarlo. Al tocarlo sintió su piel caliente. Entre tosidos le indicó que se fuera. Ya solo faltaba cazar al último enmascarado. Zafir se negaba. Mike lo miró. Se arrancó la espada que le acompañaba desde que se conocieron y se la entregó. Su increíble musculatura empezó a mermar, sus brazos se hicieron lánguidos y su estatura se redujo hasta su tamaño normal.
Alrededor del campamento empezaron a escucharse disparos. Eran los nazis que intentaban escapar. Habían encontrado a los compañeros de Zafir que esperaban para emboscarlos.
Antes de reaccionar, notó una bruma amarillenta que le llegaba a las rodillas. Volteó hacia Mike. El humo lo abrazó. Miró a Zafir por última vez. Estaba impasible. Aceptó a la muerte, inhaló el veneno. Sus venas saltaron. Su piel se pegó a los huesos y sus ojos se secaron. Desde las profundidades del campamento apareció su silueta rodeada de humo. Sus brazos se extendían y su máscara vomitaba amarillo. Zafir se refugió en las alturas, dentro de una torre de vigilancia donde el veneno no lo alcanzaba. Oculto, vio como el humo se extendía hasta llegar lejos, donde estaban sus compañeros. Los oyó gritar. Murieron sin que pudiera ayudarlos. Cuando el usuario creyó estar solo, dejó de producir humo. Se regodeó en medio de la muerte, bailando en círculos, burlándose de los cadáveres. Zafir cayó encima de él. Lo mordió del cuello y arrancó su garganta con los colmillos. Su sangre se regó por el suelo. Era negra y espesa. Podrida.
El usuario cayó muerto.
Así fue como Zafir ganó, fue el último hombre en pie. Permaneció ahí, contemplando la desolación. El silencio reinaba de nuevo.

Sin que lo notara, un cadáver se retorció con violencia. Los músculos revivían. Poco a poco, los muertos se levantaron. Zafir miró con horror. Se preparó para pelear ¿Cómo matar a un muerto? No importaba. Si no luchaba moriría. Los cadáveres resucitados corrían con torpeza. Se tropezaban y levantaban en éxtasis violento. Zafir les arrancaba las extremidades. Cuando no eran más que carne sanguinolenta dejaban de retorcerse. Aquellos que murieron en ese campo lo hicieron dos veces, incluso sus compañeros, ya no eran ellos, eran recipientes de algo más.
Cuando desmembró al último, sintió como si un velo se desprendiera del ambiente. Ya no sentía la opresión del miedo. No lo sabía, pero el último usuario que mató se había entregado por completo a la reliquia. Su control sobre la muerte había excedido los límites. Sin embargo, ahora, asesinado por Zafir, su influencia sobre los cadáveres concluyó.
De los restos enemigos recuperó las reliquias: La máscara de gas, la máscara de la peste y un encendedor viejo.
Pensó en enterrar los cuerpos de sus compañeros, pero no había tiempo. Recogió sus placas identificativas, se disculpó y se fue. Le hubiera gustado rezar. Sus papás le habían enseñado a hacerlo, pero ya había olvidado la existencia de Dios.

En el camino de regreso, tuvo mucho tiempo para pensar y muchas ideas se le cruzaron.
Casi al final del viaje se dio cuenta de algo. Un pensamiento que no le agradó. Nunca lo admitiría ni lo diría en voz alta, pero ese día se dio cuenta de lo idénticos que eran todos entre sí, ya fueran aliados o enemigos. Todos luchaban con miedo e incertidumbre. Para Zafir no eran nadie, pero eso no significaba que no importaran. Quién sabía cuántos Zafires o Mikes habían muerto ese día, y cuantos más morirían antes de terminar la guerra.
Esas meditaciones lo pusieron triste, pero la guerra continuaba y no había tiempo para pensar en la humanidad del enemigo.

Las reliquias.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora