XIX. En la ciudad del héroe muerto.

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Cuando llegaron a la ciudad donde vivía Zafir lo sintieron: La gente tenía miedo. La existencia del monstruo era de conocimiento público, pero nadie se atrevía a encargarse del problema. Salir del estado tampoco era una solución, era bien sabido que había más y peores bestias a lo largo del país. Zafir solo mataba una persona cada cierto tiempo, de entre todos los usuarios de reliquias era el menos sanguinario.
Según registros oficiales del estado, él había muerto dando servicio en la guerra de Vietnam, cosa que era mentira, pero el gobierno no se atrevía a admitir que un héroe condecorado hubiera degenerado en tal bestia por su propia culpa, pues fueron ellos los que le obligaron a pelear; fueron ellos los que le entregaron su reliquia.

Alistair y sus amigos rentaron habitaciones en un hotel. Se reunieron en el cuarto de Al para discutir qué harían. El documento que les dio Fermonsé detallaba que Zafir tenía lugares predilectos para cazar donde se le veía solo en las noches más obscuras. Aunque todos en la ciudad le temían, siempre encontraba alguna víctima. Si tal era el caso, lo usarían a su favor. Víctor se propuso a sí mismo como carnada. Cuando Zafir lo atacara usaría su catalejo para teletransportarse lejos del peligro, así Al podría activar el reloj y darle fin al problema. Una trampa sencilla, pero efectiva. La respuesta fue positiva, pero las chicas se cuestionaron cuál sería su participación en el asunto. Víctor no quería involucrarlas, no tenían reliquias y podrían resultar heridas. No pudieron argumentar demasiado en contra de esta decisión, sin embargo, no se quedarían tranquilas sin hacer nada. Vigilarían a la distancia, si cualquiera podía ayudar lo haría.
Las primeras noches transcurrieron sin novedad. Al atardecer las calles estaban vacías. Todos estaban al tanto del peligro que acechaba en la penumbra. Víctor y Al salían con sus máscaras puestas y sus reliquias listas. Las chicas los vigilaban desde la habitación sin luz en que dormían. Víctor paseaba por las avenidas vacías. Cada noche se alejaban más, hasta que era imposible verlos, entonces Lara y Christabel los seguían sin que ellos lo notaran.
En una velada, en medio de su andar, un grito interrumpió la tranquilidad. El silencio que le precedió fue enervante. Víctor corrió hacia donde creyó escucharlo. Alistair le siguió escondido en las sombras. Christabel y Lara los persiguieron, temiendo perderlos de vista. Cuando llegaron al sitio, encontraron los restos petrificados de un cadáver. Víctor se sintió terrible por ser incapaz de llegar a tiempo para ayudar. Alistair tenía los ojos fijos en la obscuridad, esperando que algo saltara de repente. Escuchó los pasos detrás suyo y volteó, a punto de accionar el reloj. Eran las chicas. Entre jadeos le explicaron lo que pasó. Alistair las regañó por seguirlos. Víctor se quitó el abrigo que llevaba y cubrió los restos humanos que yacían ahí. Volvieron juntos al hotel, el monstruo no aparecería otra vez por esa noche.
Zafir, con energía renovada, volvía a su casa. Corría a cuatro patas por las paredes de los edificios. Cuando usaba el reloj de arena, cuando se alimentaba de esencia humana, una pequeña porción de cordura le era devuelta y la usaba a consciencia, pues tenía un último propósito, una última misión.
Cuando llegó al edificio abandonado donde habitaba escaló sus paredes y entró por la ventana más alta. Se arrancó los vendajes que cubrían su rostro y miró en el espejo. Por un tiempo, el monstruo desaparecería. Era joven de nuevo, de aspecto humano. Se sentó en un escritorio de donde sacó una pequeña libreta de cuero. La abrió y leyó con cuidado cada una de las páginas que estaban llenas de nombres. Ahí escribía todos los compañeros de guerra que podía recordar. No quería olvidar. No debía hacerlo. No dejaría morir las memorias de esos hombres. Esa misma noche recordó un nombre más, lo anotó con devoción:
“Steven Jones Mitchell”. Zafir hizo una mueca que estaba destinada a ser una sonrisa. Se recargó en la silla mirando hacia el techo. A pesar de su avanzada edad, el cuerpo no le dolía. No tenía las molestias que llegan con la vejez. Empero, su memoria lo enloquecía. Mejoraba un poco con cada homicidio, pero no era suficiente. Era la única cosa que el reloj de arena no podía evitar: el deterioro mental. Los siguientes días estaría bien, haría gala de su juventud falsa, pero después de una semana el tiempo le recordaría su mentira. Su piel se arrugaría y sus dientes se caerían y serían reemplazados por colmillos.
El monstruo renacería, su memoria flaquearía otra vez. Cuando esa cosa se asomara en el espejo sentiría miedo: tendría que matar de nuevo.

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