XXVII. Habitantes de la sombra.

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Alistair, asustado, dio un brinco hacia atrás, cayó al suelo y se levantó de golpe. Había algo con él ¿Era real? El reloj funcionó, el tiempo se detuvo. Víctor no respondía. Pero el colibrí voló, no lo había visto, la obscuridad era demasiado espesa, pero lo sintió y escuchó. Se quedó quieto, oyendo con atención. Estaba seguro de tener ambos ojos abiertos, pero no podía discernir nada. Se había convertido en invidente. Un miedo arcaico, arraigado al mismo inicio de la humanidad, hizo acopio en su interior: Sintió pánico por la horrible obscuridad que lo abrazaba. Quería huir, pero no había cómo hacerlo. Solo podría escapar de ahí encontrando la lámpara y vertiendo encima el líquido que le dio Fermonsé. Siguió moviéndose con lentitud. Cada dos pasos se detenía creyendo escuchar algo. Siguió caminando. Un suspiro ajeno rompió el silencio. Se estremeció. Ahora, convencido de estar acompañado, aceleró sus pasos. Provocó más ruido. Escuchó el suelo delante suyo quebrarse. Algo emergía de debajo. Por un instante, el suelo emitió un tenue brillo morado y pudo ver. Delante suyo, en el suelo, había una cosa que se esforzaba por salir del suelo, grande y amorfo, de piel grisácea, sus colmillos atravesaban su propia piel. Tenía ojos que recordaban a los humanos. La luz que acompañó a la aparición se atenuó hasta apagarse, dejándolo solo con la impresión y el sonido de la madera quebrarse. Dio algunos pasos atrás, alejándose del sonido. No debía perder la noción de dónde estaba la Reina Púrpura. Siguió moviéndose en total silencio. Cuando dio unos pasos se tropezó y cayó. Temió por el ruido, pero al momento lo olvidó. Del suelo apareció otro brillo que iluminó la cosa con que tropezó. Era un muñón de carne conectado a otra criatura cuya altura acariciaba el techo. Solo vio su horrible silueta, pues al momento la obscuridad se lo tragó de vuelta. Permaneció petrificado. Los sonidos a su alrededor se intensificaron. Escuchó el último crujir de la madera. La primera criatura se liberó. A unos metros oyó un chasquido continuo. Los monstruos lo buscaban, lo cazaban a ciegas, acercándose furtivamente. Alistair se apresuró a tientas. En su premura hizo más ruido innecesario. Algo le saltó al brazo. Lo mordió. Intentó quitárselo, pero al intentarlo se aferró con mayor fiereza. Su piel era áspera. El pavor que sintió lo hizo desesperar. Se dispuso a matarlo. Se dejó caer encima de su brazo, aplastando a la cosa. Logró que disminuyera el agarre. Lo tomó por un extremo y lo aplastó con su rodilla. Esa cosa jadeaba y se retorcía. Intentaba huir, pero Al, cada vez más enojado, no lo permitió. Poco a poco dejó de resistirse, perdiendo la vida. Cuando estuvo seguro de haberlo asesinado, se puso de pie y se restregó las manos en su ropa. El brazo mordido estaba entumecido. Siguió su camino. Extendió el brazo a la obscuridad. Sus dedos rozaron una tela fría y vio un resplandor que le lastimó los ojos. Retrocedió inseguro. Luego lo intentó otra vez con los ojos cerrados. Se sujetó con cautela. A través de los párpados la luz emitía un brillo fantasma. Abrió los ojos con mucha lentitud, su vista se había acostumbrado a la obscuridad absoluta. Cuando pudo ver, se dio cuenta que estaba aferrado al delgadísimo brazo de la Reina Púrpura. Estaba estática, congelada en el tiempo. El reloj sí había funcionado. Ella llevaba puesta una máscara que Al no había visto. Cuando la observó con cuidado se dio cuenta que no era una máscara ¡Era su propio cráneo! Las demás partes de su cuerpo permanecían intactas, solo era su cabeza la que sufrió la transformación. Le atribuyó esto a la lámpara de gas. Otra cosa que notó era que, si miraba con cuidado a la profunda obscuridad alrededor, podía entrever a las criaturas que lo acechaban. Sus siluetas eran confusas y no comprendía sus anatomías. Algunos reptaban con grotesca lentitud, otros se movían con celeridad, buscándolo, pero incapaces de verlo por el velo protector que otorgaba la lámpara.
Antes de verter el líquido encima del objeto maldito, buscó entre las ropas de la Reina Púrpura. En un bolsillo oculto al costado de la pierna encontró el catalejo de Víctor y su reloj de bolsillo. Tranquilizado por haber recuperado sus reliquias sacó la botellita de cristal y echó el contenido encima de la lámpara. La reliquia perdió su color. La flama perdió intensidad, pero no se apagó. Todo a su alrededor se iluminaba gradualmente. Los monstruos chillaban y se contorsionaban. Desaparecieron cuando el entorno recuperó sus colores. Esperaba ver a la cosa que lo atacó, pero no había más que sangre verdosa en el suelo. Dirigió su atención a Víctor quien estaba en el suelo. Parecía indemne. Las criaturas no le prestaron atención por parecer muerto.
Con la obscuridad erradicada, arrancó la lámpara de gas de las manos de la Reina Púrpura quien, para su sorpresa, tenía su rostro de vuelta. Sus ojos ojerosos y su cabello alborotado estaban ahí otra vez.
Alistair liberó a Víctor de sus ataduras y las aplicó a la Reina Púrpura. Sintió dolor en el brazo, pero lo ignoró. Reactivó su reloj; el tiempo volvió a correr. Víctor se sobresaltó, pero entendió que todo salió bien. La Reina Púrpura era la más confundida. Se sentía indefensa sin su lámpara.

- ¿Qué pasó? -preguntó Víctor mirando la sangre gotear de la herida de Al.
- Nada, luego te cuento. Hay que llevarla a la policía -dijo Al, extendiéndole su catalejo y mirando a la Reina Púrpura.
- ¿Seguro estás bien?
- Sí, claro. Vamos.

Antes de dar un paso, sintió su brazo estremecerse. Lo revisó y la herida se había tornado morada. Antes de poder reaccionar, un agudo dolor lo atacó, haciendo que se desvaneciera. La Reina Púrpura rio.

- ¡Alistair! -gritó Víctor mientras corría hacia su amigo- ¿¡Alistair?!

Las reliquias.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora