LXIX. Demostración de violencia.

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Alistair llegó al final de las escaleras. Todo, cada rincón, cada milímetro estaba iluminado. Las paredes, el suelo y cada instrumento eran de color blanco. Sentía cómo se debilitaba. De no llevar la lámpara de gas consigo, sería incapaz de mantener los poderes de la obscuridad. Era un lugar diseñado para mantener alejada a la Reina Púrpura. Alistair acarició el reloj de arena bajo sus ropas, hasta entonces no lo había necesitado, pues la lámpara de gas le daba suficiente poder. Quizá llegaba el momento de usar su fuerza.
El salón en que entró era amplio, se alargaba hasta donde alcanzaba la vista y estaba lleno de celdas con puertas de cristal. En el centro había una mesita de ruedas con instrumentos quirúrgicos manchados de sangre. Para su horror, las celdas no estaban vacías, había gente dentro. Alistair hizo acopio de fuerza y quebró la barrera de vidrio de una. Se dirigió a la chica que estaba dentro. Abrazaba sus propias piernas y se meneaba de lado a lado en silencio.

- ¿Estás bien?

Ella alzó la mirada con lentitud. El cabello cubría su cara. Los mechones cayeron. Su rostro, deformado, cubierto por vendas sangrientas, asustó a Al. Intentó permanecer sereno, pero esa cosa se le aventó encima. Sus dedos terminaban en garras largas y resistentes, como de metal. Lo rasguñaba intentando alcanzar su estómago. La pateó y se levantó. Estaba asustado. Intentó hablar con ella, razonar. Era imposible. Ya no era más que un vestigio de humano. Tenía los ojos inyectados en sangre. No dejaba de atacarlo, de intentar alcanzarlo para darle muerte. En su desesperación, la apuñaló en el estómago con la fuerza que le otorgaba el reloj. Aún con las vísceras al aire, ella seguía atacando. Para controlarla, le rompió ambos brazos. Ella se quedó de rodillas, contemplando su incapacidad para luchar. Derrotada, enloquecida, corrió hacia una pared. Con gran fuerza estrelló la cabeza contra la misma en repetidas ocasiones hasta que falleció por cuenta propia. Alistair, turbado por esto, volteó a las demás celdas. Notó que todos los presos eran de la misma naturaleza: Rostros vendados, cuerpos deformados, ojos rojos, quietud enervante. Le aterró la idea de Víctor reducido a una criatura similar. Caminó, aún nervioso, a través de ese pasillo, revisando de lejos a cada individuo, asegurándose de que su amigo no estuviera ahí. Cuando estuvo a medio camino, todas las puertas se abrieron de golpe. Una alarma alertó a las criaturas semi-humanas. Alistair se congeló, incapaz de pensar. Todos despertaron, presas de un éxtasis violento igual que la primera de ellos. Se lanzaron en tropel sobre él. Algunos escupían sangre, otros usaban sus huesos al descubierto como arma. Había otros que ya no eran más que un amasijo de carne, irreconocibles como humanos, retorciéndose en el suelo. Alistair intentó huir, pero se vio rodeado. Se plantó en el suelo, convencido de hallar a Víctor, convirtió su pánico en ira. Sus manos eran armas que se mancharon de sangre. Conforme más mataba, mejor se sentía. Decapitados, partidos por la mitad, convertidos en jirones de carne. Así los derrotó. Bañado en sangre arrancó las puertas que lo separaban de la habitación contigua. En una esquina, estaba tembloroso el tal “Dee”. Había presenciado la masacre a través de las cámaras.
No le dio tiempo de reaccionar. Lo arrancó de su patético escondite y lo lanzó hacia la mesa metálica del centro. Su obscuridad crecía. Lo interrogó con ansia.

- ¿¡Dónde está Víctor!?

Dee tartamudeaba. Nunca había visto tal demostración de violencia.

- ¡Responde!
- N-n-no… ¡No sé quién es él!
- ¡Es mi amigo! -gritó Al. Enojado, enterró sus manos convertidas en garras en el estómago de Dee- ¿Qué le hiciste?

Dee ese retorcía de dolor. Lo sentía dentro. Frío.

- ¡É-él…! ¡No sé qué pasó con él! ¡El orbe! ¡Cuando se tocaron hubo un resplandor negro y desapareció junto con la reliquia!
- ¿Qué? ¿¡Lo mataste!?
- ¡No sé! ¡Por favor, suéltame!
- ¿¡Que te suelte!?

Alistair sujetó las costillas de Dee. Él se sacudió una última vez, intentando escapar. Se detuvo, agónico, cuando sintió cómo le arrancaba todos los huesos que rodeaban su pecho. Dee se desmayó por el dolor.
Cuando despertó estaba colgado de cabeza. Se sentía hinchado. No podía mover las piernas. Intentó liberarse, pero la cuerda que lo tenía sujeto era húmeda y fibrosa. La vista se esclareció. Delante suyo, un espejo. La visión lo hizo empalidecer. Tenía sus propias costillas enterradas en ambas piernas. El pecho estaba inflado, lleno de sangre. De su estómago provenía la “cuerda” que lo tenía sujeto del techo.
Alistair lo abandonó ahí para que muriera.

Las reliquias.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora