VII. Crímenes a media noche.

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Alistair pasó dos días encerrado en su casa. Debido al desastre sísmico, la ciudad se comportaba de forma distinta. Desde ese día en la escuela, su reloj no había vuelto a funcionar. Lo había intentado activar en varias ocasiones, pero el tiempo continuaba su marcha. El hambre que sentía era insoportable. Antes también pasaba hambruna con su abuelo. Cuando eso ocurría, él lo distraía contándole historias acerca de los vigilantes y aquellos años dorados de grandeza. Entonces se preguntó el motivo por el cual su abuelo no había usado el reloj para conseguir dinero o comida ¿Por qué vivían en esa pocilga? ¡Con una reliquia tan poderosa podían haber vivido como reyes! La rabia de saber que pudieron tener vidas mejores lo invadió. Aunque no quería pensar en eso era incapaz de apartar su mente de esas ideas.
De repente, la codicia lo corroyó. Decidió que usaría el reloj para obtener lo que deseara. El resquicio de conciencia que le quedaba se vio mermado por el hambre, el aburrimiento y la ira. Para cuando sus pensamientos intrusivos lo llevaron a esa conclusión ya había anochecido. Alcanzó el reloj y, tras dar un suspiro, presionó el botón. El silencio invadió todo. El aire se detuvo. Había funcionado. Salió de su casa y caminó sin rumbo. La luz lunar congelada en ese perfecto momento iluminaba todo con belleza, adornando las calles y los extraños transeúntes sin rostro. Era la única persona en el mundo con libertad absoluta. Se sintió tan relevante a sí mismo que su forma de caminar cambió sin que él lo notara. Su espalda se irguió por completo. Sus pies se sentían más ligeros y sus hombros menos pesados. Se sentía libre, dueño de su propio destino.
Mientras caminaba, notó los sonrientes rostros ajenos. Sintió envidia por su felicidad. Un deseo violento nació en sus entrañas. Familias felices, vidas pacíficas y placenteras.

El camino lo condujo al centro comercial más grande de los alrededores. Aún había gente. Caminó evitándolos, dirigiéndose hacia la zona dedicada a la comida. Se acercó a un restaurante de comida china donde tomó un plato y se sirvió todo lo de buen aspecto. Primero comió con velocidad, apenas saboreando, pero al momento notó algo curioso: la comida estaba tan caliente como cuando se la sirvió. Lo cual significaba que las temperaturas no cambiaban mientras el reloj estuviera activo. Cuando hubo terminado dejó el plato en el mostrador. Paseó por la tienda, curioseando.
Un establecimiento llamó su atención. Había varios productos llamativos, pero lo cautivó una máscara de zorro. Era negra con unos adornos púrpura que se entrelazaban. En la frente tenía un círculo del mismo color. La transparente puerta estaba abierta, por lo que solo tuvo que ingresar. Tomó la máscara de la vitrina. Tenía una pequeña etiqueta que marcaba "$1,700". Se sorprendió por lo excesivo. La examinó a profundidad. Estaba pintada a mano con gran cuidado, los materiales eran de la máxima calidad. No soportó la tentación y se la puso. Era agradable hasta el límite. Tanto su visión como sus demás sentidos no se veían obstruidos. Era perfecta. Entonces se planteó llevársela sin más. Estaba mal robar, nunca lo había hecho, pero nadie lo vería. Nadie lo culparía. Había salvado a mucha gente para ese punto ¿Acaso no merecía una recompensa? ¡Claro que sí! Con ese razonamiento abandonó la tienda portando la máscara.

Sus pasos lo llevaron al banco de la plaza. Entró con curiosidad. Era el sitio que más deseaba visitar, pero no lo habría admitido para sí mismo. No había ningún empleado a la vista. Se paseó por el lugar vistiendo su máscara de zorro. Abrió una puerta que llevaba a la parte trasera del establecimiento. Llegó a la bóveda, donde guardaban el dinero. La puerta estaba abierta. Había tres empleados dentro, congelados en el tiempo haciendo inventario o sabe dios qué. Alistair sonrió debajo de su máscara. Salió del banco con paso veloz y firme. De las tiendas robó cuerdas, bolsas de tela, y tres mochilas voluminosas. Esta vez ni siquiera se preguntó si estaba bien hacerlo, solo continuó. Recostó en el suelo a los tres empleados, los maniató y les puso las bolsas de tela en la cabeza. Llenó las mochilas con tanto dinero como podían soportar. Salió de ahí, victorioso e infame. Cuando reactivara el tiempo, los empleados estarían confundidos. No habría culpable, ni siquiera un esbozo del ladrón. Era el crimen perfecto.
Pasó al restaurante y pagó por la comida. Hizo lo propio con la máscara, al menos eliminaría esos crímenes de su historial.
Cuando llegó a su hogar dejó las mochilas en el suelo, se quitó la máscara, la dejó en la mesa, se sentó delante de ella y la contempló con satisfacción.

Las reliquias.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora