XVI. Soldado fracturado.

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Zafir Smith. Nombre real: Desconocido.
Fecha de nacimiento: 4 de julio, 1897.

Lugar de nacimiento: Estados Unidos de América. Washington, D.C.

Eventos importantes: Participó en la primer y segunda guerra mundial. Soldado condecorado. Perdió dos dedos de la mano izquierda en combate. También participó en la guerra de Vietnam y en otros conflictos bélicos de menor escala.
Reliquia: Reloj de arena.

Notas:
Nació siendo un patriota. Quería servir a su país y así lo hizo. A cambio de eso perdió su juventud, partes de su cuerpo y alguna gran pieza de su humanidad.
Era un buen hombre hasta que vio las entrañas de otros buenos hombres.

Esas eran las palabras que se leían en el documento que Fermonsé les entregó. A pesar de estar en lo correcto, no abarcaban la historia completa de Zafir.
Tal como decía, nació un día soleado en la capital de Estados Unidos. Hijo de padres trabajadores, orgullosos y leales. De ellos heredó el apellido Smith. Al nacer también le regalaron un nombre, uno ya olvidado.
Su infancia fue feliz hasta que la guerra estalló cuando tenía diecisiete años. Su padre acudió al llamado. Nunca lo volvieron a ver. Ni siquiera pudieron enterrarlo. Un año después, cuando Zafir cumplió los dieciocho, se enlistó para pelear. No hubo entrenamiento. Le enseñaron cómo sostener un arma, cómo disparar y cómo no cagarse encima. Tenía miedo, pero no el suficiente como para admitirlo.

De esos días sangrientos solo podía recordar los remanentes. Soñaba con voces fantasmas de gente que murió demasiado pronto como para saber sus nombres.
Había una última cosa que recordaba con claridad: Aprendió cuál era el último pensamiento de un hombre que se enfrenta a la muerte. ¿Dios? ¿Salvación? Nada de eso. Un hombre moribundo se consuela pensando en su mamá. Vio tantas muertes y todos, sin importar su edad o lugar de origen, solo pedían por su mamá. Se sentían solos, aterrados. Era la calidez de ese amor inmortal lo que lograba tranquilizarlos. Ojalá él pudiera alcanzar esa paz. Habían pasado tantos años que su mente ya se había quebrado por completo. Su reliquia lo mantenía vivo eterno, pero su cerebro se descomponía. Cuando dormía, despertaba en medio de la guerra. Ya fuera bajo los cielos grises de Europa o en la húmeda y extraña tierra de Vietnam, donde hasta incluso los árboles parecían preparados para atacarlo. Otras veces, en las ocasiones más extrañas, en las noches pacíficas, Zafir despertaba en la casa de su infancia. Rememoraba a sus padres. Escuchaba la tierna voz de su mamá. Se dirigía a ella, que estaba de espaldas. El sueño terminaba cuando la tocaba. Nunca podía verle el rostro. Hacía muchísimo que lo olvidó.
A pesar de que él despertaba era incapaz de notar la diferencia. Para sus ojos todo era real. Su mente senil ya no podía diferenciar.

La manera en la que se hizo con el reloj de arena ya tampoco la recordaba. Tenía la sensación de que siempre había estado ahí.
Fue durante la segunda guerra mundial. En ese entonces los nazis hicieron muchos experimentos. Su principal objetivo era la simbiosis entre humano y alquimia. No lo consiguieron, pero sí crearon dos reliquias. La más importante y conocida era una máscara de gas que se impregnó de gas mostaza en un incidente en Italia. Era tan letal que se convirtió en la principal arma nazi para ganar terreno a pie.
Fue tan importante que era el tesoro más protegido de sus filas, resguardado por los otros dos usuarios de reliquias: una de manufactura nazi y la otra robada de ruinas de tiempos antiguos, usada con fines malvados. Quitárselas significaría una gran victoria para el mundo, por lo que Zafir, junto con otro grupo selecto de soldados, fue asignado a la misión de robar las reliquias del enemigo. Para conseguirlo se les entregaron dos reliquias de habilidades desconocidas. Estaban resguardadas por un soldado silente que cubría su cara con una tela negra. Era musculoso, alto, de piel bronceada y mirada asesina. En el costado de su cintura colgaba una espada enfundada. En el lado opuesto cargaba una robusta pistola plateada. Llevaba un reloj de bolsillo muy particular. En la espalda cargaba un rifle desgastado.
Así, con este peculiar compañero, fue como diez soldados emprendieron su misión suicida.

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