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Llegó octubre y un frío húmedo se extendió por los campos y penetró en el castillo. La señora Pomfrey, la enfermera, estaba atareadísima debido a una repentina epidemia de catarro entre profesores y alumnos. Su poción pimentónica tenía efectos instantáneos, aunque dejaba al que la tomaba echando humo por las orejas durante varias horas.

Gotas de lluvia del tamaño de balas repicaron contra las ventanas del castillo durante días; el nivel del lago subió y los arriates de flores se transformaron en arroyos de agua sucia. El entusiasmo de Oliver Wood, sin embargo, no se enfrió, y por este motivo Theresa, a última hora de una tormentosa tarde de sábado, cuando faltaban pocos días para Halloween, se encontraba volviendo a la torre de Gryffindor junto a Harry, calada hasta los huesos y salpicada de barro.

Aunque no hubiera habido ni lluvia ni viento, aquella sesión de entrenamiento tampoco habría sido agradable. Fred y George, que espiaban al equipo de Slytherin, habían comprobado por sí mismos la velocidad de sus escobas.

Theresa y Harry iban por el corredor desierto con los pies mojados, cuando se encontraron a alguien que parecía tan preocupado como ellos. Nick Casi Decapitado, el fantasma de la torre de Gryffindor, miraba por una ventana, murmurando cosas para sí. Harry miró a Theresa y la chica asintió y dejó solo al chico, para volver a la sala común de Gryffindor.

Allí estaban Ron y Hermione, Theresa los saludó y fue directamente a ducharse. Al poco tiempo, llegó Harry.


- ¿Un cumpleaños de muerte? -dijo Hermione, entusiasmada, cuando Harry se hubo cambiado de ropa y reunido con ellos en la sala común-. Estoy segura de que hay muy poca gente que pueda presumir de haber estado en una fiesta como esa. ¡Será fascinante!

- ¿Para qué quiere uno celebrar el día en que ha muerto? -dijo Ron, que iba por la mitad de sus deberes de Pociones y estaba de mal humor-. Me suena a aburrimiento mortal.

- Yo ya había quedado para ir a la fiesta del colegio, chicos, lo siento mucho... -dijo Theresa.

- ¿Con quién has quedado? -preguntó Harry, extrañado.

- Conmigo -dijo Fred Weasley, desde el otro lado de la sala común. Theresa se ruborizó.

- Con nosotros -corrigió George, sonriendo.

La lluvia seguía azotando las ventanas, que se veían oscuras, aunque dentro todo parecía brillante y alegre. La luz de la chimenea iluminaba las mullidas butacas en las que los estudiantes se sentaban a leer, a hablar, a hacer los deberes o, en el caso de Fred y George, a intentar averiguar qué es lo que sucede si se le da de comer a una salamandra una bengala del doctor Filibuster. Fred había "rescatado" aquel lagarto de una clase de Cuidado de Criaturas Mágicas y ahora ardía lentamente sobre una mesa, rodeado de un corro de curiosos.

De pronto, la salamandra pasó por el aire zumbando, arrojando chispas y produciendo estallidos mientras daba vueltas por la sala. Percy les regañó hasta enronquecer.



Cuando llegó Halloween, Theresa estaba muy entusiasmada por la fiesta del colegio. Habían decorado el Gran Comedor con los murciélagos vivos de costumbre; las enormes calabazas de Hagrid habían sido convertidas en lámparas y corrían rumores de que Dumbledore había contratado una compañía de esqueletos bailarines para el espectáculo.

A las siete en punto, Fred y George esperaban a la chica en la sala común. Los tres se dirigieron al Gran Comedor. La fiesta era increíble. Montones de tazas de pudin y jarras de jugo de calabaza reinaban en las mesas.

Alrededor de las once, la fiesta terminó, y todos fueron mandados a sus habitaciones. De camino, vieron algo que les sorprendió. En un muro, había unas palabras pintadas con lo que parecía sangre:

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