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Se encaminaron por el páramo desierto, incapaces de ver tal cosa a través de la niebla. Después de unos veinte minutos encontraron una casita de piedra junto a una verja. Al otro lado, Theresa vio las formas fantasmales de miles de tiendas dispuestas en la ladera de una colina, en medio de un vasto campo que se extendía hasta el horizonte. Se despidieron de los Diggory y se encaminaron a la puerta de la casita. Había un hombre en la entrada. Nada más verlo, Theresa reconoció que era un muggle, probablemente el único que había por allí.

- ¡Buenos días! -saludó alegremente el señor Weasley.

- Buenos días -respondió el muggle-. ¿Quiénes son ustedes?

- Los Weasley... Tenemos reservadas dos tiendas desde hace un par de días, según creo.

- Sí... -consultó una lista-. Tienen una parcela allí arriba, al lado del bosque. ¿Sólo una noche?

- Efectivamente -repuso el señor Weasley.

- Entonces, ¿pagarán ahora?

- Ah, sí, claro... por supuesto. Ayúdame, Harry -el señor Weasley sacó del bolsillo un fajo de billetes muggles. Theresa vio que susurraba confundido. El señor estaba pendiente de cada palabra que decía.

- ¿Son ustedes extranjeros? -inquirió el muggle en el momento en que el señor Weasley volvió con los billetes correctos.

- ¿Extranjeros? -repitió el señor Weasley, perplejo.

- No es el primero que tiene problemas con el dinero. Hace diez minutos llegaron dos que querían pagarme con unas monedas de oro tan grandes como tapacubos. Hay gente de todas partes. Montones de extranjeros. Y no sólo extranjeros. Bichos raros, ¿sabe? Hay un tipo por ahí que lleva falda escocesa y poncho.

- ¿Qué tiene de raro?

- Parece como si se conocieran todos, como si fuera una gran fiesta.

En ese momento, al lado de la puerta principal de la casita del muggle, apareció de la nada un mago que llevaba pantalones bombachos.

- ¡Obliviate! -dijo apuntándolo con la varita. El muggle desenfocó los ojos al instante, relajó el ceó y un aire de despreocupada ensoñación le transformó el rostro. Encantamiento de modificación de memoria.

- Aquí tiene un plano del campamento -dijo plácidamente al señor Weasley-, y el cambio.

- Muchas gracias.

El mago que llevaba los pantalones bombachos los acompañó hacia la verja de entrada al campamento. Parecía muy cansado. Caminaron con dificultad ascendiendo por la ladera cubierta de neblina, entre largas filas de tiendas. Habían llegado al borde del mismo bosque, en el límite del prado, donde había un espacio vacío con un pequeño letrero clavado en la tierra que decía <Weezly>.

- ¡No podíamos tener mejor sitio! El estadio está justo al otro lado de ese bosque. Más cerca no podíamos estar -exclamó el señor Weasley muy contento. Se desprendió la mochila de los hombros-. Bien, siendo tantos en tierra de muggles, la magia está completamente prohibida. ¡Vamos a montar estas tiendas manualmente!

Una hora después, lograron levantar un par de tiendas raídas de dos plazas cada una. Nadie que viera las tiendas adivinaría que pertenecían a unos magos, pero el problema era que cuando llegaran Bill, Charlie y Percy serían once. Pero parecía haberse olvidado de que eran magos, y nada es lo que parece. Se tranquilizó. También Harry y Hermione parecían haberse dado cuenta del problema, y la chica lanzó una risita cuando el señor Weasley se puso a cuatro patas y entró en la primera de las tiendas.

- Estaremos un poco apretados -dijo-, pero cabremos. Entrad a echar un vistazo.

Theresa se inclinó, se metió por la abertura de la tienda y sus pensamientos fueron ciertos. Acababa de entrar en lo que parecía un anticuado apartamento de tres habitaciones, con baño y cocina. Olía a gato.

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