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- ¡Dijiste que ya habías descifrado el enigma! -exclamó Theresa indignada. La segunda prueba estaba a la vuelta de la esquina, pues febrero estaba llegando a su fin.

- ¡Baja la voz! Sólo me falta... afinar un poco, ¿de acuerdo? -dijo Harry.

Ocupaban un pupitre justo al final del aula de Encantamientos. Aquel día tenían que practicar lo contrario del encantamiento convocador: el encantamiento repulsor. El profesor Flitwick había entregado a cada estudiante una pila de cojines con los que practicar, suponiendo que estos no le harían daño a nadie al cruzar el aula por los aires. No era una idea desacertada, pero no acababa de funcionar. La puntería de Neville, sin ir más lejos, era tan mala que no paraba de lanzar por el aula cosas mucho más pesadas: como, por ejemplo, al propio profesor Flitwick.


En Cuidado de Criaturas Mágicas, fue la clase más increíble que Theresa había tenido nunca. Hagrid trajo dos potrillos de unicornio, que, a diferencia de los unicornios adultos, eran de color dorado. Parvati y Lavender se quedaron extasiadas al verlos, e incluso Pansy Parkinson tuvo que hacer un gran esfuerzo por disimular lo mucho que le gustaban. Theresa y Draco se encontraban juntos a un lado de la clase. La chica observaba con admiración a las dos criaturas.

- Cuando tienen unos dos años de edad se vuelven de color plateado -explicaba Hagrid a la clase-, y a los cuatro les sale el cuerno. No se vuelven completamente blancos hasta que son plenamente adultos, más o menos a los siete años. De recién nacidos son más confiados... admiten incluso a los chicos. Vamos, acercaos un poco. Si queréis podéis acariciarlos... Dadles unos terrones de azúcar de esos.

Theresa agarró a Draco de la mano y se encaminó con él y un tumulto más de la clase hacia uno de los dos potros. El pequeño relinchó e inclinó la cabeza para que Theresa pudiera acariciarlo. La chica se sentía a punto de llorar. Los unicornios eran su criatura mágica favorita, y nunca creía que sería capaz de tocar alguno. Estaba pletórica. Draco sonreía al verla.


La noche precedente a la segunda prueba llegó. Theresa, Harry Ron y Hermione estaban en la biblioteca a la puesta del sol, pasando febrilmente página tras página de encantamientos, buscando alguno para poder respirar bajo el agua y así ayudar a Harry.

- Creo que es imposible -declaró Ron desde el otro lado de la mesa-. No hay nada. Nada. Lo que más se aproxima a lo que necesitamos es este encantamiento desecador para drenar charcos y estanques, pero no es ni mucho menos lo bastante potente para desecar el lago.

- Tiene que haber alguna manera -murmuró Hermione, acercándose una vela-. Nunca habrían puesto una prueba que no se pudiera realizar.

- Ahora lo han hecho -replicó Ron-. Harry, lo que tienes que hacer mañana es bajar al lago, meter la cabeza dentro, gritarles a las sirenas que te devuelvan lo que sea que te hayan mangado y ver si te hacen caso. Es tu opción más segura.

- ¡Ah, esto no sirve para nada! -se quejó Hermione cerrando de un golpe los Problemas mágicos extraordinarios-. Pero ¡quién demonios va a querer hacerse tirabuzones en los pelos de la nariz!

- A mi no me importaría -dijo la voz de Fred Weasley-. Daría que hablar, ¿no?

Theresa se tensó. Los cuatro levantaron la vista. Fred y George acababan de salir de detrás de unas estanterías.

- ¿Qué hacéis aquí? -les preguntó Ron.

- Buscaros -repuso George-. McGonagall quiere que vayas, Ron. Y tú también, Hermione.

- ¿Por qué? -dijo Hermione, sorprendida.

- Ni idea... pero estaba muy seria -contestó Fred.

Ron y Hermione se despidieron de Theresa y Harry y fueron hacia el despacho de McGonagall. Fred y George se quedaron mirándolos.

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