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El lunes por la mañana se encontraban en el Gran Comedor desayunando. Theresa estaba ansiosa por volver a la clase de Cuidado de Criaturas Mágicas. Ya habían terminado con los unicornios, y Hagrid los esperaba fuera de la cabaña con una nueva remesa de cajas. Theresa miró a Harry, que parecía que se le había caído el alma a los pies porque pensaba que eran escregutos de nuevo. Pero, cuando llegaron lo bastante cerca para echar un vistazo, vieron un montón de animalitos negros de aspecto esponjoso y largo hocico. Tenían las patas delanteras curiosamente planas, como palas, y miraban a la clase sin dejar de parpadear, algo sorprendidos de la atención que atraían.

- ¡Escarbatos! -dijo Theresa impresionada, pero automáticamente se tapó la boca al ver que lo había dicho en voz alta y aguda.

- Ya está la comelibros -dijo la voz de Pansy Parkison dos filas más atrás de ella. Theresa la miró y vio como Draco le lanzaba a Pansy una mirada de advertencia.

- ¡Muy bien, Tess! -la felicitó Hagrid-. Los escarbatos se encuentran sobretodo en las minas. Les gustan las cosas brillantes... Mirad.

Uno de los escarbatos dio un salto para intentar quitarle de un mordisco el reloj de pulsera a Pansy, que gritó y se echó para atrás.

- Resultan muy útiles como detectores de tesoros -dijo Hagrid contento-. Pensé que hoy podríamos divertirnos un poco con ellos. ¿Veis eso? -señaló un trozo grande de tierra recién cavada-. He enterrado algunas monedas de oro. Tengo preparado un premio para el que coja al escarbato que consiga sacar más. Pero lo primero que tenéis que hacer es quitaros las cosas de valor; luego escoged un escarbato y preparaos para soltarlo.

Theresa se quitó el reloj y el collar de oro que Draco le regaló unas navidades. Luego cogió un escarbato, que le metió el hocico en la oreja, olfateando. Era bastante cariñoso.

Era con diferencia lo más divertido que hubieran visto nunca en clase de Cuidado de Criaturas Mágicas. Los escarbatos entraban y salían de la tierra como si esta fuera agua, y acudían corriendo a su estudiante respectivo para depositar el oro en sus manos. El de Theresa parecía realmente eficiente. No tardó en llenarle el regazo de monedas.

- Muy bien, pequeñín -le animaba Theresa mientras el escarbato volvía a hundirse en la tierra, salpicándole la túnica.

- ¡Bueno, comprobemos cómo ha ido la cosa! -dijo Hagrid-. ¡Contad las monedas! Y no merece la pena que intentes robar ninguna, Goyle. Es oro leprechaun: se desvanece al cabo de unas horas.

Goyle se vació los bolsillos, enfurruñado. Resultó que el que más monedas había recuperado era el escarbato de Theresa, así que Hagrid le dio como premio una caja llena de plumas de azúcar de Honeydukes, que a la chica le hizo muy feliz, y a Draco también, pues también eran sus favoritas y sabía que la chica compartiría con él.


Hace un año, en primavera, Theresa se entrenaba a fondo para el último partido de la temporada. Aquel año, sin embargo, era la tercera prueba del Torneo de los tres magos, así que el que tenía que prepararse era Harry.

Ron, Hermione y Theresa se quedaron en la sala común de Gryffindor mientras Harry se dirigía al campo de quidditch a enterarse en qué consistía la tercera prueba. Theresa miró su reloj de pulsera: eran las nueve menos cuarto.

- Tengo que irme, chicos -le dijo Theresa a Ron y Hermione cuando vio aparecer por el retrato a Fred y George.

- No seas tonta, Tess -dijo Ron rodando los ojos-. Supéralo ya.

- Ya lo he superado, idiota, he quedado con Draco -dijo la chica de manera cortante mientras guardaba su varita en el bolsillo de la túnica.

- Vaya, la cornuda y el hurón -oyó la voz de Fred a sus espaldas. Se dio la vuelta bruscamente-, qué agradable pareja.

- ¿Cómo me has llamado? -dijo Theresa dando un paso hacia delante. Hermione se levantó de su sillón y agarró a Theresa por los hombros.

- Tess, habías quedado, ¿no? -le preguntó la chica y Theresa asintió frenéticamente. Cogió de la mesita la caja de plumas de azúcar de Hagrid y se dirigió a la torre de Astronomía. Draco la esperaba allí, apoyado en la barandilla del balcón. Estaba guapísimo con la luz de la luna reflejándose en su platinado cabello y sus grises ojos.

Theresa se acercó a él y lo abrazó por detrás, haciendo que el chico se sobresaltara un poco pero luego pusiera sus manos sobre los brazos de la chica, suspirando. Draco se dio la vuelta y la miró a los ojos.

- Aún no me acostumbro a tenerte conmigo, ¿sabes? -dijo Draco con voz soñadora, mientras frotaba levemente su nariz con la de Theresa.

- Pues acostúmbrate, porque no pienso irme -dijo ella en un susurro con una sonrisa en la cara y luego le dio un leve beso a Draco en la nariz.

Agitó frente a él el tarro de plumas de azúcar y a Draco se le iluminó la mirada, como cuando eran pequeños.

- ¿Puedo coger una? -preguntó entusiasmado. Theresa rió.

- Son para ti. Las mías ya están en mi habitación -le dio la caja y se sentó en el suelo. Draco se sentó a su lado mientras lamía la pluma. Theresa sintió un cosquilleo en la parte baja de su espalda, y sin saber por qué, se ruborizó.

- ¿Qué pasa? -preguntó Draco con una ceja alzada, para luego volver a lamer la pluma. Theresa se encogió de hombros, intentando evadir el tema.

- Mañana hacemos cinco meses -dijo Theresa con una sonrisa. Draco asintió levemente.

- Veo una tontería celebrar cinco meses -dijo y a Theresa le dio un vuelco al corazón-, cuando nos queda toda una vida por delante.

- Bueno, yo pienso que cada momento que pasemos juntos debería celebrarse. No sabemos lo que puede pasar. Tengo un mal presentimiento, ¿sabes? Como si fuera a pasar algo malo dentro de poco...

- No te preocupes. Siempre va a tener que pasar algo malo. Así es como funciona el mundo. Los astros se alinean para que sucedan cosas buenas, pero luego, para compensar, hacen que algo malo ocurra, y así el universo vuelve a estar en paz.

Theresa observó a Draco. Su perfil, afilado, observaba el cielo estrellado mientras el reflejo de la luna le hacía verse aún más pálido que de costumbre. Theresa creía que podría perderse en esa mirada plateada que proyectaba en ese momento las millones de estrellas que tenían encima. Draco movía los labios, seguramente hablándole a Theresa sobre estrellas y constelaciones, uno de sus pasatiempos favoritos; pero Theresa se había quedado tan encandilada con la pureza de ese chico, que creía que podía ser etéreo. Tenía miedo de hacerle daño, porque así, tal y como estaban ahora, era el verdadero Draco, el de siempre, el que la enamoró.

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