El príncipe Vasili había cumplido la palabra que dio a la princesa Drubetskaia en la velada de Anna Pávlovna: interceder en favor de su único hijo, Borís. Se informó al Emperador y como gracia especial se lo convirtió en subteniente de la Guardia en el regimiento Semiónovski. Pero, a pesar de todos los pasos y solicitudes de Anna Mijáilovna, Borís no fue nombrado ayudante de campo ni ingresó en el Estado Mayor de Kutúzov. Poco después de aquella velada, Anna Mijáilovna volvió a Moscú y se dirigió directamente a casa de unos parientes ricos, los Rostov, donde solía hospedarse cuando se detenía en esa ciudad, y entre los cuales, desde la infancia, había vivido y crecido su adorado hijo, que recién promovido a subteniente de infantería pasaba entonces a la Guardia. El 10 de agosto la Guardia había salido de San Petersburgo, y Borís, que se quedó en Moscú para hacerse el equipo, debía incorporarse a su unidad por el camino hacia Radzivílov.
En el hogar de los Rostov se celebraba el santo de dos Natalias: la madre y la hija menor. Desde la mañana, y sin parar, llegaban y partían numerosas carrozas, con visitantes, a la gran casa —conocida por todo Moscú— de la condesa Rostova, en la calle Póvarskaia. La condesa, con su bella hija mayor, recibía en el salón a los visitantes que se iban sucediendo constantemente.
Era la condesa una mujer de unos cuarenta y cinco años, de tipo oriental, con el rostro delgado, visiblemente ajada por los numerosos partos; había tenido doce hijos. La lentitud de sus movimientos, así como su pausado modo de hablar, debidos a la debilidad de sus fuerzas, le conferían un aire grave que inspiraba respeto. La princesa Anna Mijáilovna Drubetskaia, como persona de la casa, se hallaba también en el salón y ayudaba a recibir a los visitantes y a mantener la conversación con ellos.
Los jóvenes estaban en las habitaciones posteriores y no juzgaban necesario participar en la recepción. El conde salía al encuentro de las visitas y las despedía, invitando a todos para comer.
—Le estoy muy, muy reconocido, ma chère o mon cher— (decía ma chère o mon cher sin distinción ni matiz alguno, ya fueran personas superiores o inferiores a él), —le estoy muy reconocido en mi nombre y en nombre de las queridas festejadas. No falte a la comida, me ofendería, mon cher. Se lo suplico en nombre de toda la familia, ma chère. Con idéntica expresión en el rostro lleno, risueño, cuidadosamente afeitado, con el mismo fuerte apretón de manos y el mismo saludo brevísimo y siempre igual, repetía esas palabras a todos sin excepción y sin cambiar nada. Tras haber acompañado a un visitante, el conde volvía hacia los que estaban aún en el salón, acercaba su butaca con el aire de un hombre de espíritu joven a quien le gusta vivir y que sabe hacerlo; separadas las piernas y apoyadas las manos en las rodillas, se balanceaba sintiéndose importante, hablaba del tiempo, intercambiaba consejos de higiene, unas veces en ruso y otras en un francés muy malo, pero presuntuoso. Y de nuevo, con gesto cansino, pero firme en el cumplimiento de sus deberes, acompañaba a otro visitante, alisándose sobre el cráneo los escasos cabellos grises, y de nuevo lo invitaba a comer. A veces, al volver del vestíbulo, pasaba por la galería de flores y el office hasta una gran sala de paredes de mármol, donde se preparaba una mesa para ochenta personas, y, observando a los camareros que llevaban los cubiertos de plata y la porcelana, disponían las mesas y desplegaban los adamascados manteles, llamaba a Dmitri Vasílievich, un noble que se ocupaba de todos los asuntos del conde.
—Procura, Míteñka— le decía, —que todo salga bien. Está bien, está bien...— repetía, mirando con placer la enorme y alargada mesa. —Lo más importante es el servicio. Eso es...— y con un suspiro de satisfacción volvía a la sala.
—¡María Lvovna Karáguina y su hija!— anunció el lacayo de la condesa, abriendo la puerta del salón.
La condesa reflexionó mientras tomaba un poco de rapé de una tabaquera de oro adornada con un retrato de su marido.
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Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.