Capítulo 19

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La cuestión sobre la vanidad y locura de las cosas terrenas, que tanto lo había atormentado, dejó de existir para Pierre desde el día en que, al salir de casa de los Rostov y recordar la agradecida mirada de Natasha, contempló el nuevo cometa y tuvo la sensación de que una existencia nueva comenzaba para él. Aquellas terribles preguntas: "¿Por qué? ¿Para qué?", que antes lo asaltaban en medio de cualquier actividad, eran ahora sustituidas no por otras preguntas, ni por la respuesta a las preguntas anteriores, sino por su imagen. Cuando oía o hablaba sobre las cosas más insignificantes, cuando leía o llegaba a sus oídos alguna bajeza o locura humana, no se horrorizaba como antes, no se preguntaba por qué los hombres se preocupan de las cosas de este mundo, cuando todo es tan breve y desconocido, sino que recordaba a Natasha tal como la había visto la última vez. Entonces desaparecían todas sus dudas, no porque ella respondiera a las preguntas que él se planteaba, sino porque su recuerdo lo transportaba momentáneamente a otro mundo, a los claros dominios de la vida espiritual, donde no había ni culpables ni inocentes, donde todo era belleza y amor, cosas por las que valía la pena vivir. Así, cuando conocía alguna vileza humana, solía decirse: "¿Qué más da que fulano robe al Estado y al Zar y que el Estado y el Zar le paguen con honores? ¡Ella me sonrió ayer, pidió que volviera! ¡Yo la amo, pero nadie lo sabrá jamás!".

Pierre seguía frecuentando la sociedad; bebía mucho y mantenía su vida ociosa y disipada de antes porque, fuera de las horas que pasaba con los Rostov, le era menester emplear su tiempo de alguna manera, y las costumbres y amistades de Moscú lo conducían inevitablemente a esa vida. Pero en este último tiempo, cuando los rumores acerca de la guerra se hicieron más alarmantes y cuando Natasha, ya restablecida, dejó de despertar en él un sentimiento de atenta piedad, se vio dominado por una inquietud inexplicable. Sentía que la situación en que se encontraba no podía durar mucho, que estaba próxima una catástrofe que cambiaría su vida entera, y buscaba con impaciencia los indicios de esa próxima catástrofe en todo. Cierto hermano masón le había revelado la siguiente profecía, relativa a Napoleón, del Apocalipsis de san Juan Evangelista. 

Dicha profecía se encuentra en el capítulo XIII, versículo 18, y dice así: "Aquí está la sabiduría; quien tenga inteligencia, cuente el número de la bestia, porque es número de hombre y su número es seiscientos sesenta y seis". Y en el mismo capítulo, el versículo 5 dice: "Y se le dio una boca que profería palabras de orgullo y blasfemia; y se le confirió el poder de actuar durante cuarenta y dos meses".

Las letras del alfabeto francés, como los caracteres hebraicos, pueden expresarse por medio de cifras. Atribuyendo a las diez primeras letras el valor de las unidades y a las siguientes el de las decenas, tiene el significado siguiente:

1  2  3  4  5  6  7  8  9  10

a  b  c  d  e  f  g  h   i   k

20  30 40 50 60 70 80 90 100

  l   m   n   o   p   q   r    s    t

110 120 130 140 150 160

   u    v     w     x      y     z

Escribiendo con este alfabeto en cifras las palabras l'empereur Napoléon, la suma de los números correspondientes daba como resultado 666, por lo cual Napoleón era la bestia de que hablaba el Apocalipsis. Además, al escribir con ese mismo alfabeto la palabra francesa quarante deux, es decir, el límite de cuarenta y dos meses asignados a la bestia para proferir palabras orgullosas y blasfemas, la suma de las cifras correspondientes a la palabra última era también 666, de lo que se infería que el poder napoleónico terminaba en 1812, fecha en que el Emperador cumplía los cuarenta y dos años.

Semejante profecía causó honda impresión en Pierre. Con frecuencia se preguntaba cómo acabaría el poder de la bestia, es decir de Napoleón; y sirviéndose de la representación de las palabras por cifras, trató de hallar una respuesta. Escribió como contestación l'empereur Alexandre y La nation russe. Sumó las cifras de las letras, pero el resultado superaba en mucho a 666. Una vez que estaba ocupado en semejantes cálculos, escribió: Comte Pierre Bésouhof y la suma de las cifras correspondientes a las letras fue diferente también. Cambió la ortografía: puso una z en lugar de s, añadió la preposición de y hasta el artículo francés le, pero tampoco halló el resultado apetecido. Entonces se le ocurrió que si la respuesta estaba en su nombre, habría que mencionar su nacionalidad. Escribió Le Russe Besuhof y contó las cifras, pero obtuvo la suma 671; sobraban cinco unidades, el cinco era el valor de la letra e, precisamente la que se suprime en el artículo francés ante la palabra empereur. A pesar de que era una falta de ortografía, suprimió la letra e y escribió así: L'Russe Besuhof y obtuvo el resultado 666. Esto lo emocionó. Desconocía qué relación lo unía a aquel magno acontecimiento profetizado en el Apocalipsis, pero no dudó ni por un momento de su realidad. Su amor por Natasha, el Anticristo, la invasión de Napoleón, el cometa, el 666, l'empereur Napoleón y l'Russe Besuhof, todo este conjunto debía madurar y estallar librándolo del mundo embrujado e insignificante de las costumbres moscovitas, en el cual se sentía prisionero, para llevarlo a una gran hazaña y a una inmensa felicidad.




En la víspera del domingo en que se leyó la oración del Santo Sínodo, Pierre había prometido a los Rostov que les llevaría el llamamiento del Emperador y las últimas noticias dadas por el conde Rastopchin, de quien era amigo. Aquella mañana, en casa del conde, Pierre encontró a un correo recién llegado del ejército: se trataba de un conocido suyo, uno de los asistentes más asiduos a los bailes de sociedad en Moscú.

—Por Dios se lo pido, ¿no podría ayudarme?— le dijo el correo. —Traigo la cartera llena de cartas para familiares de compañeros.

Entre las cartas había una de Nikolái Rostov para su padre. Pierre se hizo cargo de ella; además, el conde Rastopchin le entregó la proclama del emperador Alejandro al pueblo de Moscú, recién impresa, las últimas órdenes del día del ejército y su último anuncio. Al leer las órdenes del día del ejército, Pierre halló entre las relaciones de muertos, heridos y condecorados el nombre de Nikolái Rostov, a quien se le concedía la cruz de San Jorge en cuarto grado, por su valeroso comportamiento en la acción de Ostrovna; en la misma orden figuraba el nombramiento del príncipe Andréi Bolkonski como comandante de un regimiento de cazadores.

Aunque no deseaba recordar al príncipe Andréi delante de los Rostov, Pierre no pudo dominar el deseo de alegrarlos con la noticia de la condecoración de Nikolái y, guardándose las otras órdenes y proclamas oficiales, que pensaba llevar personalmente a la hora de comer, les envió aquella orden del día y la carta de Nikolái.

La conversación con el conde Rastopchin, su aspecto inquieto y su precipitación, el diálogo con el correo, que le habló con negligencia del mal cariz que tomaban los asuntos en el frente, los rumores acerca de unos espías descubiertos en Moscú y de un documento que circulaba por la ciudad en el cual Napoleón prometía entrar en ambas capitales rusas antes del otoño, y la llegada del emperador Alejandro anunciada para el día siguiente avivaron en Pierre el sentimiento de inquietud y de espera que no lo abandonaba desde la aparición del cometa y, sobre todo, desde el comienzo de la guerra.

Hacía tiempo que pensaba entrar en el servicio militar; y lo habría hecho de no habérselo impedido, en primer lugar, su condición de masón, que lo ligaba por juramento a la defensa de la paz universal y a la abolición de la guerra, y en segundo lugar porque veía a tantos moscovitas que vestían uniforme militar y hacían ostentación de patriotismo que, sin saber por qué, lo avergonzaba hacer lo mismo. Mas el principal motivo que lo retraía de poner en obra su propósito de hacerse militar era la inconcreta revelación de que él era l'Russe Besuhof con el significado del número de la bestia 666 y que su parte en la gran empresa de poner fin al dominio de la bestia, blasfema y sacrílega, estaba decidida desde toda la eternidad, de manera que él no debía emprender nada, sino esperar los acontecimientos.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora