Capítulo 4

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Lisie-Gori, la hacienda del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski, se encontraba a sesenta kilómetros de Smolensk y a tres del camino de Moscú.

Aquella misma tarde, cuando el príncipe daba órdenes a Alpátich, Dessalles exigió ser recibido por la princesa María y le dijo que, como el príncipe se hallaba delicado y no tomaba medida alguna para su seguridad, y de la carta del príncipe Andréi se deducía que la estancia en Lisie-Gori no era muy segura, se permitía, con todo respeto, aconsejar a la princesa que enviara una carta por medio de Alpátich al gobernador de la provincia de Smolensk pidiendo informes sobre la situación y el peligro que podía amenazar a Lisie-Gori. Dessalles mismo escribió la carta, que firmó la princesa María; después la entregaron a Alpátich con la orden de llevarla al gobernador y, en caso de peligro, volver lo antes posible.

Recibidas todas las órdenes, Alpátich, rodeado de los suyos, tocado con un ligero sombrero de plumón blanco, regalo del príncipe, apoyándose en un bastón, lo mismo que el príncipe, se dispuso a subir al cabriolé revestido de cuero del que tiraban tres vigorosos caballos blancos.

La campanilla estaba atada y los cascabeles rellenos de papel. El príncipe no permitía que nadie los hiciera sonar en Lisie-Gori. Mucho le gustaban a Alpátich las campanillas y los cascabeles en los viajes largos. Salieron a despedirlo sus subordinados, el administrador, el contable, la cocinera de los señores y la servidumbre, dos viejas, un mozo de recados, los cocheros y otros criados de la casa.

Su hija dispuso en el respaldo y en el asiento algunos cojines de plumas forrados de percal. A escondidas, su cuñada le entregó un paquetito; un cochero lo ayudó a subir sosteniéndolo por el brazo.

—¡Bueno, bueno! ¡Vaya, mucha agitación! ¡Mujeres! ¡Mujeres!— decía muy deprisa Alpátich, lo mismo que decía el príncipe y resoplando como él.

Se acomodó en el carruaje y, dadas las últimas órdenes para el trabajo —sin imitar al príncipe en eso —, descubrió su calva cabeza y se santiguó tres veces.

—¡Si pasa algo... vuelve en seguida, Yákov Alpátich! ¡Ten piedad de nosotros, en nombre de Cristo! — gritó su mujer, aludiendo a los rumores sobre la guerra y la proximidad del enemigo.

—¡Mujeres! ¡Mujeres! ¡Menuda agitación!— refunfuñó Alpátich, y se puso en marcha, no sin mirar los campos de centeno amarillo y espesa cebada aún verde, o los negros barbechos, que empezaban a binar.

Conforme avanzaba por el camino, Alpátich iba admirando la extraordinaria cosecha de primavera de aquel año e hizo sus cálculos sobre la siembra y la recolección y se fijó en algunos campos sembrados de trigo donde ya habían empezado a cosechar, tratando de recordar si no habría olvidado alguna orden del príncipe.

Se detuvo dos veces para dar de comer a los caballos y al anochecer del 4 de agosto llegó a la ciudad.

Por el camino había adelantado a algún convoy militar y tropas. Al acercarse a Smolensk oyó descargas lejanas, pero no le extrañaron. Lo que más lo asombró fue ver cerca de la ciudad un magnífico campo de avena que segaban los soldados, sin duda como forraje; allí mismo tenían su campamento. Todo eso llamó la atención de Alpátich, pero lo olvidó bien pronto para pensar en sus asuntos.

Todos los intereses de la vida de Alpátich, desde hacía ya más de treinta años, se reducían a cumplir la voluntad del príncipe; nunca había salido de aquel círculo. Y todo lo que no se refería al cumplimiento de sus órdenes ni le interesaba ni siquiera existía para él.

Llegado a Smolensk al anochecer del día 4 de agosto, Alpátich se dirigió en busca de alojamiento a la otra orilla del Dniéper, en el arrabal de Gatchensk, a la posada de Ferapóntov, en la cual acostumbraba parar desde hacía treinta años. Doce años hacía que Ferapóntov había comprado, gracias a la buena mano de Alpátich, un bosque del príncipe y se había dedicado al comercio, y ahora tenía una casa, posada y un negocio de harinas en la capital de la provincia. Ferapóntov era un mujik moreno, grueso, de vientre abultado, de unos cuarenta años, rostro colorado, labios gruesos, nariz grande y tuberosa y unas prominencias similares sobre unas cejas negras y fruncidas.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora