Después de cuanto le había dicho Napoleón, de sus accesos de cólera y de sus últimas palabras dichas secamente: "Je ne vous retiens plus, général, vous recevrez ma lettre " —pronunciadas con frialdad—, Bálashov estaba convencido de que Napoleón no sólo no quería verlo más, sino que procuraría evitar cualquier entrevista con un embajador ofendido, testigo, además, de sus indignantes transportes de ira. Pero, con gran asombro de su parte, recibió por mediación de Duroc la invitación para sentarse aquel día a la mesa del Emperador.
Bessières, Caulaincourt y Berthier asistían a la comida.
Napoleón recibió a Bálashov con aire alegre y afable. Lejos de mostrar embarazo o vergüenza por su cólera de la mañana, trataba de animar a Bálashov. Era evidente que, desde hacía tiempo, Napoleón no admitía la posibilidad de equivocarse y estaba persuadido de que todo cuanto hacía estaba bien, no porque sus actos respondieran a una concepción del bien y del mal, sino porque era él quien los hacía.
El Emperador se mostraba muy alegre, después del paseo a caballo por Vilna, donde la muchedumbre lo había aclamado con entusiasmo. Todas las ventanas de las calles del trayecto estaban engalanadas con tapices, banderas y monogramas con su nombre; muchas damas polacas lo habían saludado desde las ventanas, agitando sus pañuelos.
Durante la comida, Napoleón no sólo se mostró cortés con Bálashov, a quien sentó a su lado, sino que parecía tratarlo como a uno de sus cortesanos, o como a una persona que simpatizaba con sus proyectos y se alegrase de sus éxitos. Entre otras cosas, habló de Moscú e hizo varias preguntas a Bálashov sobre la capital rusa no como un curioso viajero, que se informa sobre un lugar nuevo que le interesa visitar, sino convencido de que esas preguntas debían halagar a Bálashov como ruso.
—¿Cuántos habitantes tiene Moscú? ¿Cuántos edificios? ¿Es verdad que la llaman Moscou la sainte?[1] ¿Cuántas iglesias tiene?— preguntaba Napoleón.
Al oír que eran más de doscientas las iglesias de Moscú, Napoleón exclamó:
—¿Para qué tantas?
—Los rusos son muy religiosos— replicó Bálashov.
—Pero el gran número de iglesias y monasterios es siempre índice del atraso de un pueblo— dijo Napoleón mirando a Caulaincourt en busca de su conformidad.
Bálashov, respetuosamente, se permitió discrepar de la opinión del Soberano francés.
—Cada nación tiene sus costumbres— dijo.
—Pero en ningún lugar de Europa existe algo semejante— afirmó Napoleón.
—Perdone, Su Majestad— dijo Bálashov, —pero además de Rusia está España, que tiene también muchos conventos e iglesias.
Esta frase de Bálashov, que aludía a la reciente derrota de Napoleón en España, fue, según había de contar después el mismo Bálashov, muy celebrada en la Corte del emperador Alejandro, pero en la mesa de Napoleón pasó inadvertida.
A juzgar por las caras indiferentes y perplejas de los mariscales franceses, era evidente que no habían comprendido la intención de la respuesta a la que parecía aludir el tono de voz del general ruso. "Si era una agudeza, no la entendimos o es que no existe", parecían decir las caras de los mariscales; tan inadvertida pasó la alusión, que Napoleón no reparó en ella en absoluto y preguntó ingenuamente a Bálashov por qué ciudades pasaba el camino directo de Vilna a Moscú. Bálashov, que desde el principio de la comida estaba alerta, replicó que comme tout chemin mène à Rome, tout chemin mène a Moscou,[2] que había muchos, y uno de ellos, el que pasaba por Poltava, fue el escogido por Carlos XII. Y Bálashov enrojeció satisfecho del acierto de su respuesta.
Apenas había terminado de decir "Poltava", cuando ya Caulaincourt sacó a colación la incomodidad del camino de San Petersburgo a Moscú y sus recuerdos de aquella ciudad.
Después de la comida pasaron al despacho de Napoleón para tomar café: era el mismo despacho que, cuatro días antes, ocupaba el emperador Alejandro. Napoleón se sentó y removió su café, servido en taza de Sèvres; señaló a Bálashov una silla junto a él.
Existe en el ser humano, después de comer, una disposición de ánimo que, más fuerte que cualquier otra causa racional, lo lleva a sentirse satisfecho de sí mismo y a ver en cada uno de cuantos lo rodean un amigo. El Emperador estaba en esa disposición: le parecía estar en medio de hombres que lo adoraban, que hasta Bálashov, después de la comida, era un amigo y un adorador. Napoleón se volvió a él con una sonrisa amable y un tanto burlona.
—Me han dicho que esta misma habitación la ocupaba el emperador Alejandro. Es extraño... ¿verdad, general?— dijo, sin dudar, por lo visto, que semejante recuerdo debía ser agradable a su interlocutor, puesto que era una prueba de su superioridad sobre el Soberano ruso.
Bálashov no pudo contestar nada e inclinó la cabeza en silencio.
—Sí, en esta misma estancia, hace apenas cuatro días, discutían Wintzingerode y Stein— prosiguió Napoleón seguro de sí mismo, con la misma sonrisa burlona. —Lo que no puedo entender es que el emperador Alejandro se haya rodeado de todos mis enemigos personales. No lo... entiendo. ¿No ha pensado que yo podría hacer lo mismo?— preguntó a Bálashov. Ese recuerdo lo llevaba de nuevo, sin duda, hacia la pendiente de la cólera de aquella mañana, todavía fresca en él.
—Él debe saber que lo haré— añadió, apartando con la mano su taza y levantándose. —Expulsaré de Alemania a todos sus parientes: los Würtemberg, los Baden, los Weimar... Sí, los expulsaré a todos. ¡Que vaya pensando en prepararles refugio en Rusia!
Bálashov inclinó la cabeza, dando a entender con su aspecto que desearía retirarse y que si escuchaba lo que le estaban diciendo era porque no podía hacer otra cosa. Napoleón no lo advirtió siquiera. Hablaba a Bálashov no como a un embajador de su enemigo, sino como a un hombre que le fuera absolutamente fiel ahora y que debía alegrarse de la humillación de su antiguo señor.
—¿Y para qué tomó el emperador Alejandro el mando de sus tropas? ¿Por qué? La guerra es mi oficio; el suyo es reinar, no mandar ejércitos. ¿Por qué ha tomado esa responsabilidad?
Napoleón sacó una vez más su tabaquera; dio unos pasos en silencio y, de pronto, inesperadamente, se acercó a Bálashov; y con una ligera sonrisa, con seguridad, rápida y sencillamente, como si esto fuera no sólo importante, sino muy agradable para Bálashov, levantó la mano hacia el rostro del general ruso, un hombre de cuarenta años, y le tiró ligeramente de la oreja sin dejar de sonreír.
Avoir l'oreille tirée par l'Empereur [3] era, en la Corte francesa, el mayor de los honores y una gran merced.
—Eh bien, vous ne dites ríen, admirateur et courtisan de l'empereur Alexandre?[4]— preguntó, como si le pareciera algo ridículo el que una persona, en su presencia, pudiera ser courtisan y admirateur de otro que no fuera él. —¿Están dispuestos los caballos del general?— añadió, inclinando apenas la cabeza en respuesta al saludo de Bálashov. —Que le den los míos. Tiene que ir lejos...
La carta confiada a Bálashov era la última carta de Napoleón para Alejandro. Bálashov explicó detalladamente al Emperador ruso su entrevista con Napoleón y la guerra dio comienzo.
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Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.