Capítulo 19

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El príncipe Andréi seguía en los altos de Pratzen, en el mismo sitio donde había caído, con el asta de la bandera en la mano y perdiendo sangre, sin él mismo advertirlo, gemía débilmente, como un niño enfermo.

Al atardecer dejó de quejarse y quedó inmóvil. Más tarde abrió los ojos. Ignoraba cuánto había durado su desvanecimiento. De súbito advirtió que estaba vivo y que un dolor violento parecía desgarrarle la cabeza.

"¿Dónde está aquel alto cielo que yo no conocía y que hoy he visto por primera vez?", tal fue su primer pensamiento. "Tampoco conocía este sufrimiento. Sí, hasta ahora no sabía nada, nada... Pero ¿dónde estoy?"

Se puso a escuchar y percibió el trote de algunos caballos que se acercaban y, después, las voces de unos hombres que hablaban en francés. Abrió los ojos. Encima estaba de nuevo el alto cielo, con las nubes movedizas, aún más lejanas, entre las que asomaba el azul infinito. No volvió la cabeza ni vio a los hombres que, a juzgar por el rumor de los pasos y por sus voces, se acercaban a él y se detenían.

Los jinetes eran Napoleón y dos ayudantes de campo. Bonaparte, al tiempo que recorría el campo de batalla, daba las últimas órdenes para reforzar las baterías que disparaban sobre el dique de Augezd y se detenía para contemplar los muertos y heridos que habían quedado en el campo de batalla.

—De beaux hommes![1]— dijo Napoleón mirando el cadáver de un granadero ruso caído de bruces, con el rostro hundido en la tierra y la nuca ennegrecida; un brazo, ya rígido, estaba muy separado del cuerpo.

—Les munitions des pièces de position sont épuisées, Sire[2]— informó a Napoleón un ayudante que venía de las baterías que disparaban sobre Augezd.

—Faites avancer celles de la réserve— ordenó Napoleón.[3]

Y alejándose algo se detuvo ante el príncipe Andréi, que yacía de espaldas con el asta de la bandera al lado (la bandera había sido tomada como trofeo por los franceses).

—Voilà une belle mort— dijo mirando a Bolkonski.[4]

El príncipe Andréi comprendió que estaba hablando Napoleón y que sus palabras se referían a él. Oyó que llamaban Sire al hombre que las había pronunciado. Pero lo percibía todo como el zumbido de una mosca. No le interesaban ni se fijaba en ellas y las olvidaba al instante. Le ardía la cabeza; sentía que se desangraba lentamente y veía encima el cielo lejano, alto y eterno. Sabía que era Napoleón, su héroe; pero en aquel momento, Bonaparte le parecía un ser pequeñísimo e insignificante en comparación con lo que estaba ocurriendo entre su alma y el alto cielo infinito por donde se deslizaban las nubes. En aquel instante no le importaba nada que se detuvieran a su lado ni lo que pudieran decir de él; estaba, sí, contento de que alguien lo hiciese, y su único deseo era que esa gente lo ayudase a volver a una vida que le parecía tan bella, ahora que la comprendía de otra manera. Reunió todas sus fuerzas para moverse y articular algún sonido. Agitó débilmente una pierna y emitió un lamento débil y quejumbroso que lo conmovió a él mismo.

—¡Ah, está vivo!— dijo Napoleón. —Levanten ce jeune homme y conduzcanlo al puesto de socorro.

Napoleón siguió adelante, al encuentro del mariscal Lannes, que se acercaba descubierto y sonriente al Emperador para felicitarlo.

El príncipe Andréi no recordaba lo que había sucedido después. Se desvaneció por el horrible dolor sufrido cuando lo colocaron en la camilla, con las sacudidas durante el camino y durante el sondeo de la herida en el puesto de socorro. No volvió en sí más que al final de la jornada, cuando lo llevaban al hospital con otros oficiales rusos heridos y prisioneros. Durante el traslado se sintió algo mejor y pudo mirar alrededor y logró hablar.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora