Natasha no había tenido un momento libre en todo el día y no se había parado a pensar, ni una sola vez, en qué le esperaba.
En el aire frío y húmedo, entre las apreturas y los balanceos de la oscura carroza, Natasha se imaginó vivamente, por primera vez, lo que iba a ver allí, en el baile, en las salas resplandecientes: la música, las flores, la danza, el Emperador y toda la brillante juventud de San Petersburgo. Le parecía tan hermoso que no podía ni creer que así fuera; tan diferente era aquello de la sensación de oscuridad, frío y apretura que reinaba en el carruaje. Tan sólo cuando pisó la alfombra roja de la entrada, entró en el vestíbulo, se quitó el abrigo de piel y avanzó con Sonia delante de su madre por la iluminada escalinata flanqueada de flores comprendió lo que vería después. Sólo entonces recordó cómo debía portarse en el baile e intentó adoptar un aire majestuoso que, según pensaba, convenía a una muchacha de su edad en tales circunstancias. Por suerte advirtió que los ojos se le iban de un lado a otro; no veía nada con claridad, sus pulsaciones pasaban de cien y la sangre afluía a su corazón. Le fue imposible adoptar el porte que la habría hecho ridícula; iba temblorosa de emoción, tratando por todos los medios de ocultarla. Pero eso, precisamente, era lo que mejor le convenía. Delante y detrás de ellas, conversando también en voz baja, entraban los invitados vestidos de gala. En los espejos de la escalera, las figuras de las señoras se reflejaban con sus vestidos blancos, azules y rosados, con diamantes y perlas en los brazos y cuellos desnudos.
Natasha miraba a los espejos y no conseguía ver su imagen entre las otras: todo se mezclaba en una brillante procesión. Al entrar en la primera sala el murmullo uniforme de las voces, los pasos y los saludos la aturdieron. La luz y el resplandor la cegaron más todavía. Los dueños de la casa, que desde hacía media hora estaban recibiendo a sus invitados, los saludaban con las mismas palabras —"Charmé de vous voir"[1]— y acogieron con idéntica cortesía a los Rostov y a Perónskaia.
Las dos muchachas, ambas de blanco con rosas iguales en el pelo negro, hicieron la misma reverencia, pero la dueña de la casa se fijó más en la delgada Natasha. Para ella tuvo una sonrisa especial, además de la que a todos repartía. Tal vez recordara al mirarla sus tiempos felices de jovencita y su primer baile. También el señor de la casa siguió con los ojos a Natasha y preguntó al conde cuál era su hija.
—Charmante!— dijo, besando las puntas de sus dedos.
En la gran sala de baile los invitados se agrupaban cerca de las puertas, esperando la llegada del Emperador. La condesa se situó en las primeras filas. Natasha oyó y sintió que algunos hablaban de ella y la miraban. Comprendió que gustaba a cuantos la miraban y eso la tranquilizó un poco.
"Las hay como nosotras y las hay peores", pensó.
Perónskaia iba diciendo a la condesa quiénes eran las personas más importantes que habían acudido a la fiesta.
—Aquél es el embajador de Holanda, aquel de pelo gris...— e indicaba a un viejecillo de abundante cabellera plateada y ensortijada, rodeado de señoras a las que hacía reír.
—Y ahí tiene a la reina de San Petersburgo, la condesa Bezújov— añadió señalando a Elena, que entraba en aquel momento. —¡Qué bella es! Nada tiene que envidiar a María Antónovna. Fíjese cómo jóvenes y viejos la rodean. Bella e inteligente... Dicen que el príncipe... está loco por ella... En cambio esas dos, aunque no son bellas, van aún más acompañadas.
Y señaló a una dama que con una hija muy fea cruzaba la sala.
—Es una novia con muchos millones— explicó Perónskaia, —y aquí están los novios.
—Ése es el hermano de la condesa Bezújov, Anatole Kuraguin— y señaló a un apuesto caballero de la Guardia que pasó ante ellas y desde la altura de su levantada cabeza miraba a lo lejos sin fijarse en las damas. —Es guapo, ¿verdad? Lo casan con aquella millonaria... También su cousin Drubetskói le hace la corte. Se habla de millones.
La condesa señaló a Caulaincourt y preguntó quién era.
—Es el embajador francés— contestó Perónskaia. —Parece un rey. A pesar de todo, los franceses son simpáticos, simpatiquísimos. Nadie hay tan agradable como ellos para estar en sociedad. ¡Ah, ya está aquí! ¡Lo cierto es que no hay otra como nuestra María Antónovna! ¡Con qué sencillez viste! ¡Es un encanto!
—Y aquel señor grueso con lentes es francmasón universal— dijo, señalando a Pierre Bezújov; — viéndolo al lado de su mujer es un verdadero estafermo.
Balanceando su grueso cuerpo, Pierre se abría paso entre la gente sin dejar de saludar con movimientos de cabeza a diestro y siniestro con bonachonería y despreocupación, como si estuviese en un mercado atestado de gente.
Natasha miró con alegría el rostro conocido de Pierre, el estafermo, como lo llamaba Perónskaia. Sabía que Bezújov los buscaba a ellos entre los invitados, y especialmente a ella. Pierre había prometido asistir a la fiesta y presentarle algunos jóvenes para que la sacasen a bailar.
Sin llegar a los Rostov, Pierre se detuvo junto a un invitado de pelo castaño, más bien bajo, pero muy guapo, que vestía uniforme blanco y conversaba con un señor alto y lleno de condecoraciones. Natasha reconoció en seguida al joven del uniforme blanco: era Andréi Bolkonski, que le pareció muy rejuvenecido y mucho más alegre y atractivo.
—Otro conocido, mamá; Bolkonski— dijo Natasha. —¿Lo recuerda? Durmió una noche en Otrádnoie.
—¡Ah! ¿También lo conocen ustedes?— dijo Perónskaia. —Lo detesto. Il fait à présent la pluie et le beau temps.[2] Tiene un orgullo sin límites. Ha salido a su padre. Se ha unido a Speranski y escriben no sé qué proyectos. Fíjese cómo trata a las señoras. Ella le está hablando y él se aparta. Ya le diría yo, si lo que hace a esas damas me lo hiciera a mí.
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Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.