En los primeros tiempos de su estancia en San Petersburgo, el príncipe Andréi se dio cuenta de que el conjunto de ideas elaborado durante su vida solitaria quedó totalmente oscurecido por las pequeñas obligaciones que, desde su llegada, tuvo que asumir.
Cuando regresaba a su casa por la noche, anotaba en su carnet las cuatro o cinco visitas o rendezvous indispensables a las horas fijadas de antemano. El ritmo de la vida, la necesidad de organizar el día para llegar a tiempo, le restaba buena parte de sus energías. No hacía nada, no pensaba en nada ni le quedaba tiempo de hacerlo. Únicamente hablaba, y con éxito, de aquello que había meditado antes en la soledad del campo.
A veces, malhumorado, se daba cuenta de que había repetido las mismas cosas en el mismo día y en diversos lugares; pero estaba tan ocupado que no le quedaba tiempo siquiera para pensar que no pensaba nada. El miércoles siguiente Speranski recibió en su casa a Bolkonski; habló con él a solas y con gran confianza durante mucho tiempo y, como en ocasión de la entrevista en casa de Kochubéi, le produjo una profunda impresión.
El príncipe Andréi consideraba insignificantes a tantas personas y tenía tal deseo de encontrar en otro un ideal vivo de la perfección a que él aspiraba que creyó fácilmente haber hallado en Speranski ese ideal de hombre sensato y virtuoso. Si Speranski hubiese pertenecido a la misma esfera social, con la misma educación y nivel moral que el príncipe Andréi, no habría tardado en encontrar su lado débil, humano y no heroico; pero aquella mente absolutamente lógica y extraña para él le inspiraba tanto más respeto cuanto menos la comprendía. Por otra parte, ya porque apreciase la capacidad de Bolkonski, ya porque le pareciese necesario contar con él, Speranski hacía gala ante el príncipe Andréi de su imparcialidad y sereno juicio. Lo halagaba con sutileza, lo hacía partícipe de su propia suficiencia, haciéndole ver, sin necesidad de palabras, que sólo ellos dos podían comprender la estupidez de todos los demás y la sensatez y profundidad de sus propias ideas.
Durante la prolongada entrevista de aquella tarde, Speranski repitió muchas veces: "En nuestro país tendemos a denigrar todo aquello que sobrepasa el nivel ordinario de la rutina...". O bien, con una sonrisa: "Pero nosotros queremos que los lobos queden ahítos y las ovejas a salvo...".
O bien: "Ellos, eso no lo pueden comprender...". Y todo lo decía con una expresión que significaba: "Nosotros, usted y yo, comprendemos quiénes son ellos y quiénes somos nosotros".
Esta primera conversación larga con Speranski no hizo más que aumentar en el príncipe Andréi la impresión que antes le produjera. Veía en él a un hombre sensato, de enorme inteligencia lógica, gran rigor mental, que había alcanzado el poder gracias a su energía y perseverancia, poder que utilizaba en bien de Rusia solamente. A los ojos del príncipe Andréi, Speranski era el hombre que él mismo habría deseado ser, capaz de explicar sensatamente todos los fenómenos de la vida; un hombre para quien es importante tan sólo lo racional, capaz de aplicar a todas las cosas la medida de la razón. En la exposición de Speranski parecía todo tan sencillo y claro que el príncipe Andréi, aun a su pesar, debía darle siempre la razón. Si lo contradecía y discutía, era sólo por el deseo de permanecer independiente y no someterse por completo a sus opiniones. Por lo demás, todo lo encontraba bien, aunque algo lo turbaba: era aquella mirada fría e impenetrable de Speranski, que no permitía ahondar en su interior, y aquella mano blanca y delicada que atraía la mirada de Bolkonski como suele ocurrir con las manos de los hombres que ostentan el poder. Sin saber por qué, la mirada impenetrable y la mano lo irritaban; también le causaba una impresión desagradable el excesivo desprecio de Speranski por los demás y la gran variedad de pruebas en que apoyaba sus opiniones. Recurría a todos los procedimientos del raciocinio, excepto la comparación, y, según creía el príncipe Andréi, pasaba de un tema a otro con demasiado arrojo. A veces se situaba en el terreno de la práctica y arremetía contra los soñadores; otras era satírico y se burlaba irónicamente de sus rivales; otras recurría a la pura lógica y hasta se elevaba a los dominios de la metafísica (cuyos procedimientos demostrativos le gustaba usar con frecuencia). Subido a esas alturas, pasaba a las definiciones del espacio, del tiempo y del pensamiento, sacaba de allí sus objeciones y volvía a discutir.
En general, el rasgo principal de la inteligencia de Speranski, que tanto asombró al príncipe Andréi, era la fe indudable, inamovible, en la fuerza y legalidad de la razón. Era evidente que a Speranski jamás se le habría ocurrido la idea —tan habitual para el príncipe Andréi— de que es imposible, pese a todo, expresar todo cuanto se piensa; ni jamás dudaría de si es o no una tontería todo aquello en lo que se piensa y cree. Esta configuración especial de la mente de Speranski era lo que más atraía de él al príncipe Andréi.
Al principio de conocerlo, el príncipe Andréi sentía una admiración apasionada, semejante a la que en otros tiempos sintiera por Bonaparte. La circunstancia de que Speranski fuera hijo de un sacerdote y que ciertas gentes de menguados alcances pudieran permitirse despreciarlo, motejándolo de "hombre de la Iglesia y pope en ciernes" (lo que ocurría frecuentemente), obligaba a Bolkonski a cuidar celosamente ese sentimiento y, sin él advertirlo, lo avivaba aún más.
En su primera entrevista Bolkonski habló sobre la Comisión de codificación de leyes; Speranski le informó con ironía de que dicha comisión funcionaba desde hacía cincuenta años, que costaba millones de rublos y no había hecho nada útil, que Rosenkampf se había limitado a pegar sendas etiquetas a todos los artículos de la legislación comparada.
—¡Y eso le cuesta al Estado millones de rublos!— dijo. —¡Ahora queremos dar un nuevo poder jurídico al Senado y no tenemos leyes! Por eso le digo que no tiene perdón que un hombre como usted, príncipe, esté apartado actualmente de toda actividad.
Bolkonski objetó que para una obra semejante era preciso poseer conocimientos jurídicos que él no poseía.
—Pero si nadie los tiene, ¿qué quiere usted? Es un circulus viciosus del que hay que salir a la fuerza.
Una semana después, el príncipe Andréi era nombrado vocal de la Comisión de Reglamentos militares y —cosa que no esperaba en modo alguno— presidente de codificación de leyes en dicha Comisión. A petición de Speranski, hubo de hacerse cargo de la primera parte de las leyes civiles que se estaban elaborando, y con ayuda del Code Napoleon y los Instituta de Justiniano, comenzó a trabajar en el capítulo titulado: "Derechos de las personas".
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Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.