Capítulo 4

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El príncipe Andréi llegó a San Petersburgo en agosto de 1809. Eran los días en que la fama del joven Speranski llegaba a su apogeo y las reformas por él iniciadas con tanta energía estaban en plena aplicación. En ese mismo mes el Emperador, yendo en una carretela, cayó de ella, se hizo daño en una pierna y hubo de permanecer durante tres semanas en Peterhof, donde cada día recibía exclusivamente a Speranski. En aquella época, además de los dos célebres decretos que tenían conmocionada a toda la sociedad: la abolición de los grados en la Corte y el examen para obtener el título de asesor colegiado y consejero de Estado, se preparaba una Constitución que iba a cambiar la organización de la justicia, la administración y las finanzas de Rusia, desde el Consejo del Imperio hasta los consejos de distrito.

Comenzaban a realizarse los vagos sueños liberales que Alejandro alimentaba al ascender al trono y que trató de llevar a cabo con la ayuda de Chartorizhky, Novosiltzev, Kochubéi y Strogánov, a los que él mismo, en broma, llamaba comité de salut public. [1]

Ahora, Speranski en los asuntos civiles y Arakchéiev en los militares habían sustituido a todos. A los pocos días de su llegada el príncipe Andréi se presentó en la Corte en su calidad de gentilhombre de cámara. El Emperador lo había visto dos veces sin dignarse dirigirle ni una sola palabra. Siempre había pensado el príncipe Andréi que le caía antipático al Soberano, creía que su rostro y todo él no le agradaban. Y ahora, en la mirada fría y distante del monarca creyó ver confirmada, más que antes, aquella impresión. Los cortesanos le explicaron que la causa de tal falta de atención del Emperador se debía a que Su Majestad estaba descontento de Bolkonski porque, desde 1805, no había vuelto a prestar servicio alguno.

"Sé por mí mismo que uno no puede gobernar sus simpatías y antipatías —se decía el príncipe Andréi—. Por esa razón no puedo presentar personalmente al Emperador mi plan de reformas militares; pero el asunto se abrirá camino por sí mismo." Habló de su escrito a un viejo mariscal, amigo de su padre. El mariscal, que le había señalado hora para la entrevista, lo recibió amablemente y le prometió que informaría al Emperador. Unos días después notificaron al príncipe Andréi que debía presentarse al ministro de la Guerra, conde Arakchéiev.

El día señalado, a las nueve de la mañana, el príncipe Andréi estaba en la antesala del conde Arakchéiev.

No lo conocía personalmente ni lo había visto nunca, pero todo cuanto sabía de él no era para inspirarle respeto.

"Es el ministro de la Guerra, hombre de confianza del Emperador; a nadie deben importar sus cualidades personales. Se le ha confiado el estudio de mi proyecto y, por consiguiente, sólo él puede darle curso", pensó el príncipe Andréi mientras esperaba en la antecámara de Arakchéiev entre otras muchas visitas importantes y no importantes.

El príncipe Andréi, en sus años de servicio, principalmente como ayudante de campo, había visto numerosas salas de espera como ésta y conocía bien las diferencias existentes entre ellas. Pero la del conde Arakchéiev tenía matices muy especiales. En el rostro de las personas de menos alcurnia, que allí esperaban su turno, podía leerse un sentimiento de humildad y sumisión. En las más importantes se reflejaba un sentimiento común de incomodidad, disimulado por una apariencia desenvuelta, como si tomasen a burla su propia situación y la del personaje a quien esperaban ver. Unos iban y venían pensativos; otros reían y cuchicheaban en grupos, repitiendo en voz baja el sobriquet [2] de "el forzudo Andréievich" y las palabras "menudo es él", cuando aludían a su persona. Un general (persona importante), molesto sin duda por la larga espera, se había sentado, cruzando y descruzando las piernas, sonriendo despectivamente.

Pero en cuanto se abría la puerta, en todos los rostros aparecía un mismo sentimiento: el miedo. El príncipe Andréi rogó al ayudante de servicio que lo anunciara por segunda vez; pero éste lo miró irónicamente y contestó que ya le llegaría su turno. Después de que el ayudante hubiese introducido a varias personas en el despacho del ministro, a quienes acompañaba cuando salían, franqueó la temible puerta un oficial que por su aire humilde y temeroso había impresionado al príncipe. La audiencia concedida al oficial duró mucho tiempo. De pronto, al otro lado de la puerta, se oyó el estallido de una voz desagradable, y el oficial, pálido y con labios temblorosos, salió y, llevándose las manos a la cabeza, atravesó la sala.

A continuación, le tocó el turno al príncipe Andréi y el oficial de servicio le susurró al acompañarlo hasta la puerta:

—A la derecha, junto a la ventana.

El príncipe Andréi entró en un despacho sin lujos, pero limpio y ordenado. Sentado a la mesa vio a un hombre de unos cuarenta años, de largo busto, cabeza también alargada, pelo muy corto, profundas arrugas, cejas fruncidas sobre unos ojos inexpresivos de un gris verdoso, nariz rojiza y colgante. Arakchéiev volvió la cabeza hacia él sin mirarlo.

—¿Qué solicita?— preguntó.

—Yo, Excelencia, no solicito nada— dijo en voz baja el príncipe Andréi.

Los ojos de Arakchéiev se volvieron hacia él.

—Siéntese— dijo. —¿El príncipe Bolkonski?

—No solicito nada. Su Majestad el Emperador se ha dignado enviar a Su Excelencia el memorial que le presenté...

—Sí, apreciado amigo, lo he leído— lo interrumpió Arakchéiev; sólo pronunció cortésmente las primeras palabras. Después, sin mirar a su interlocutor, volvió a su tono, cada vez más despectivo y gruñón. —¿Propone nuevas leyes militares? Leyes hay muchas, pero no hay nadie que haga cumplir las viejas. Ahora todos escriben leyes: escribir es más fácil que hacer.

—He venido por voluntad de Su Majestad el Emperador para saber qué curso piensa dar Su Excelencia a mi memorial— dijo cortésmente el príncipe Andréi.

—Ya he manifestado mi opinión sobre ese proyecto suyo y lo remití al comité. No lo apruebo— dijo Arakchéiev, levantándose y tomando de la mesa un papel que tendió al príncipe Andréi. —Aquí la tiene.

En el papel, escrito de través con lápiz y desastrosa ortografía, sin mayúsculas ni signos de puntuación, ponía: "Carece de fundamento parece copia reglamento militar francés se aparta sin necesidad de las ordenanzas militares vigentes".

—¿A qué comité ha pasado el proyecto?— preguntó el príncipe Andréi.

—Al Comité de Reglamentos militares, y he propuesto que se lo nombre vocal del mismo, pero sin remuneración.

—No la deseo...— sonrió Bolkonski.

—Vocal sin remuneración— repitió Arakchéiev. —Muy honrado..., ¡Eh, que pase otro! ¿A quién le toca?— gritó después, saludando al príncipe Andréi.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora