Capítulo 5

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Borís no había conseguido casarse con una novia rica en San Petersburgo, y había ido a Moscú con la intención de buscar otro partido. Y en Moscú dudaba entre las dos más ricas herederas de la ciudad: Julie y la princesa María. A pesar de su aspecto poco agraciado, esta última le parecía más atrayente que la señorita Karáguina; pero, sin saber el motivo, se sentía turbado ante la idea de hacer la corte a la hija de Bolkonski. La última vez que la vio, el día del santo del viejo príncipe, la joven había respondido distraídamente a todas sus tentativas de orientar la conversación hacia la vía sentimental, y era evidente que ni siquiera lo escuchaba.

Julie, en cambio, aunque de un modo muy especial, propio de ella, aceptaba sus galanteos con gusto.

Julie Karáguina tenía entonces veintisiete años. Tras la muerte de sus hermanos se había convertido en una mujer riquísima. Nada tenía ahora de guapa, pero seguía creyéndose no tan sólo guapa como antaño, sino aún más atractiva que en otros tiempos. Y se mantenía en tal error porque, primero, tenía mucho dinero y, segundo, porque, conforme los años pasaban, los hombres podían tratarla con cierta libertad, sin peligro ni compromiso alguno, y gozar de sus cenas, de sus veladas y de la animadísima sociedad que se reunía en su casa. Un hombre que diez años antes hubiera temido entrar diariamente en una casa donde había una señorita de diecisiete, por no comprometerla y no comprometerse él, ahora la frecuentaba sin miedo cada día y no la trataba como a una joven casadera, sino como a una conocida sin sexo. 

Aquel invierno la casa de los Karaguin era la más agradable y hospitalaria de Moscú. Además de las veladas y comidas de gala, cada día se reunía allí mucha gente, sobre todo hombres: se cenaba hacia medianoche y los invitados permanecían hasta las tres. Julie no faltaba ni a un baile, ni a un paseo, ni a un espectáculo; vestía siempre a la última moda, pero, a pesar de todo, se mostraba desilusionada. A todos decía que no creía ni en la amistad, ni en el amor ni en las alegrías de la vida, y que esperaba la paz tan sólo allá arriba. Adoptaba el tono de la mujer que ha experimentado grandes desilusiones, que ha perdido al hombre amado o ha sido cruelmente engañada por él. Y aunque nunca le había pasado nada semejante, los demás lo creían y hasta ella estaba convencida de haber sufrido mucho en la vida. Esa melancolía no le impedía divertirse y no era obstáculo para que los jóvenes pasaran con ella ratos agradables. Cada uno de cuantos acudían a su casa pagaba su tributo al humor melancólico de la dueña y luego se dedicaba a las conversaciones mundanas, al baile, a los juegos de ingenio y pequeños certámenes poéticos, de moda en su casa. De esos jóvenes, sólo algunos, y entre ellos Borís Drubetskói, parecían participar más del humor melancólico de Julie y con esos jóvenes mantenía conversaciones más largas e íntimas sobre la vanidad mundana, y les mostraba su álbum, cubierto de imágenes tristes, de endechas y sentencias.

Julie se mostraba especialmente cariñosa con Borís. Lamentaba su precoz desilusión de la vida, y le ofreció el consuelo de su amistad —¡también ella había sufrido tanto! y le abrió su álbum. Borís dibujó en una de las páginas dos árboles y escribió: "Arbres rustiques, vos sombres rameaux secouent sur moi les ténèbres et la mélancolie"[1]

En otro sitio dibujó un sepulcro y escribió:

"La mort est secourable et la mort est tranquille.

Ah! contre les douleurs il n'y a pas d'autre asile." [2]

Julie dijo que era precioso.

—Il y a quelque chose de si ravissant dans le sourire de la mélancolie. C'est un rayón de lumière dans l'ombre, une nuance entre la douleur et le désespoir qui montre la consolation possible [3]— dijo Julie, repitiendo palabra por palabra una sentencia copiada de un libro.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora