Capítulo 13

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En el albergue, a cuya puerta estaba el carruaje del médico, había cinco oficiales. María Enríkovna, una joven alemana rubia y regordeta, estaba sentada en una esquina del ancho banco, en chambra y cofia de dormir; su marido, el doctor, dormía detrás de ella. Rostov e Ilín fueron recibidos con alegres exclamaciones y estallidos de risa.

—¡Vaya! ¡Menuda fiesta tienen!— dijo Rostov riendo también.

—¿Y ustedes qué, papando moscas?— ¡Cómo se han puesto! ¡Vienen chorreando! No nos manchéis el salón.

—¡Cuidado con el vestido de María Enríkovna!— les respondieron varias voces.

Rostov e Ilín se apresuraron a buscar un rincón donde pudieran cambiarse sin atentar al pudor de María Enríkovna. Quisieron colocarse en un rincón detrás del tabique, pero había allí tres oficiales jugando a las cartas, a la luz de una vela colocada sobre una caja vacía, y se negaron a cederles su sitio. María Enríkovna ofreció una amplia falda y detrás de ella, a modo de biombo, ayudados por Lavrushka, que había traído la carga, se quitaron los trajes mojados por la lluvia y se pusieron otros.

Encendieron una estufa medio rota. Uno trajo una tabla y la apoyaron sobre dos sillas de montar, las cubrieron con una gualdrapa, sacaron el samovar, media botella de ron e invitaron a María Enríkovna a hacer los honores de la casa. Todos se juntaron a su alrededor; uno le ofrecía su pañuelo, para que secara sus bonitas manos, otro colocó a sus pies el propio capote para que los preservara de la humedad, un tercero dispuso su capa en la ventana para que no entrara el viento y otro, por último, se encargó de espantar las moscas del rostro de su marido para que no despertase.

—Déjenlo tranquilo— dijo María Enríkovna con una sonrisa tímida y feliz, —ha pasado la noche en vela y no despertará.

—No, María Enríkovna. Hay que atender bien al doctor; así tendrá lástima de mí cuando haya que cortarme una pierna o un brazo.

No había más que tres vasos. El agua era tan sucia que resultaba imposible distinguir si el té estaba fuerte o no, y el samovar no tenía capacidad más que para seis vasos; pero era todavía más agradable recibirlo por turno de mayor a menor graduación de aquellas manos regordetas y pequeñas de uñas no muy limpias. Aquella noche, todos los oficiales parecían estar enamorados de María Enríkovna; hasta los que jugaban a las cartas detrás del tabique acabaron por abandonar el juego para reunirse en torno al samovar, atraídos por el deseo de cortejar también ellos a María Enríkovna. Ella, al verse rodeada de jóvenes tan distinguidos y corteses, estaba radiante de felicidad, por mucho que trataba de ocultarlo y por el temor que despertaba en ella cada movimiento de su dormido consorte.

No había más que una cuchara; el azúcar era abundante, pero no tenían tiempo de disolverlo, y decidieron que María Enríkovna revolviera el azúcar de cada uno. Rostov, después de echar ron en su vaso, rogó a la alemana que lo revolviera.

—Pero si usted no se ha puesto azúcar— dijo ella sonriente, como si sus palabras, así como las de otros, fueran bromas muy divertidas y con doble sentido.

—No necesito azúcar, necesito tan sólo que lo revuelva con su mano.

María Enríkovna buscó la cuchara, de la que ya se había apoderado otro.

—Hágalo con un dedito, María Enríkovna, será más agradable todavía.

—¡Quema!— exclamó ella, enrojecida de placer.

Ilín trajo un cubo lleno de agua, echó en él unas gotas de ron y suplicó a María Enríkovna que lo revolviera con su dedo.

—Ésta es mi taza— dijo, —meta usted un dedo y me lo beberé todo.

Cuando se hubo terminado el samovar, Rostov cogió las cartas y propuso una partida "a los reyes" con María Enríkovna. Se echó a suertes para ver quién formaría pareja con ella; a propuesta de Rostov, se determinó que quien fuera el rey ganaría el derecho de besar su mano y el que perdiera tendría que hervir el samovar para cuando despertara su marido.

—¿Y si María Enríkovna es rey?— preguntó Ilín.

—Ella ya es la reina y sus órdenes son ley.

Acababa de comenzar el juego cuando a espaldas de su mujer se alzó la cabeza enmarañada del médico. Hacía un buen rato que no dormía; estaba escuchando lo que decían los oficiales y evidentemente no encontraba en sus palabras nada alegre, gracioso ni divertido. Su rostro expresaba tristeza y abatimiento.

Sin saludar a los oficiales se rascó la cabeza y pidió permiso para salir de su rincón, porque el paso estaba obstruido. Cuando estuvo fuera todos los oficiales estallaron en una carcajada y María Enríkovna se ruborizó intensamente, lo que la hizo aún más atractiva a los ojos de aquellos jóvenes.

Cuando el médico volvió del patio dijo a su mujer (que ya no sonreía tan alegremente como antes y lo miraba temerosa esperando su sentencia) que la lluvia había cesado y que era preciso dormir en el carruaje, pues de otra manera les robarían todo.

—Enviaré a un asistente... o dos— dijo Rostov. —No sea así, doctor.

—Yo me pondré de guardia— dijo Ilín.

—No, no, señores, ustedes han dormido, pero yo hace dos noches que no duermo— dijo el doctor, y se sentó sombrío al lado de su mujer, esperando que terminara la partida.

Al ver el rostro taciturno del médico, que miraba de reojo a su mujer, los oficiales se sintieron aún más alegres y muchos no pudieron contener la risa, a la que en seguida trataban de hallar un pretexto conveniente. Cuando el médico se fue llevándose a su mujer y se instaló en su coche, los oficiales se tumbaron en el albergue, cubriéndose con sus capotes húmedos: durante largo tiempo no pudieron conciliar el sueño, hablaban unos con otros, recordando la suspicacia del médico y la alegría de su mujer, o se levantaban y salían fuera, volviendo para contar lo que estaba ocurriendo en el coche. Varias veces se tapó Rostov la cabeza para dormir, pero siempre saltaba alguien con una nueva observación, y de nuevo empezaban las conversaciones y las risas alegres, infantiles y sin motivo.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora