Capítulo 18

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Rostov tenía órdenes de buscar a Kutúzov o al Emperador cerca de la aldea de Pratzen. Pero allí no quedaba ni un solo jefe y únicamente se veían grupos dispersos de tropas desorganizadas. Espoleó al caballo, ya rendido, para adelantar pronto a toda aquella gente, pero cuanto más avanzaba, mayor era el desorden. En la carretera se amontonaban coches de todas clases, soldados rusos y austríacos de todas las armas, heridos y sanos. Toda esa muchedumbre se movía y pululaba bajo el siniestro zumbido de los proyectiles enviados por las baterías francesas emplazadas en los altos de Pratzen.

—¿Dónde está el Emperador? ¿Dónde está Kutúzov?— preguntaba Rostov a cuantos podía detener, pero de ninguno lograba respuesta.

Por último, agarrando a un soldado por el cuello de la guerrera, lo obligó a hablar.

—¡Eh, amigo! ¡Pues no hace tiempo que han escapado todos!— respondió a gritos el soldado, riendo e intentando zafarse.

Rostov soltó al soldado, que, al parecer, estaba borracho; detuvo el caballo de uno que debía de ser asistente o palafrenero de alguien importante y pudo interrogarlo. Según el asistente, una hora antes había pasado por allí el Emperador en su carroza, gravemente herido.

—No es posible. Se tratará de otro— dijo Rostov.

—Lo he visto yo mismo— aseguró el asistente con cierta burlona suficiencia. —Creo que conozco bien al Emperador. ¡Pues no lo he visto veces en San Petersburgo así de cerca! Iba en su carroza blanco como el papel. ¡Madre mía, cómo pasaron por delante de nosotros sus cuatro caballos negros! Conozco bien los caballos del Zar y a Iliá Ivánich, su cochero. Todos saben que Iliá no lleva a nadie más que al Emperador.

Rostov soltó el caballo del asistente y quiso seguir su camino. Un oficial herido se le acercó.

—¿A quién busca?— preguntó. —¿Al general en jefe? Ha muerto... Un balazo en el pecho, cuando estaba con nuestro regimiento.

—No, no ha muerto... Está herido— rectificó otro oficial.

—¿Pero quién? ¿Kutúzov?— preguntó Rostov.

—No, Kutúzov no. Otro, no recuerdo su nombre. Pero eso no importa. Casi nadie ha quedado con vida. Vaya allá, hacia aquella aldea; es donde se han reunido todos los jefes— dijo el oficial, indicando el villorrio de Hosjeradek, y siguió adelante.

Rostov iba ahora al paso, sin saber adonde dirigirse ni a quién buscar. El Emperador estaba herido. La batalla, perdida. Ahora ya no podía dudar. Rostov siguió la dirección indicada por el oficial, guiándose por la torre de la iglesia que se veía a lo lejos. ¿Para qué apresurarse? ¿Qué iba a decir ahora al Emperador o a Kutúzov, aunque estuvieran sanos y salvos?

—Vaya por este camino, Excelencia... Por ahí lo matarán— le gritó un soldado. —Por ahí lo matarán.

—¿Qué dices?— intervino otro. —¿Por dónde quieres que vaya? ¡Por aquí llega antes!

Rostov reflexionó y tomó deliberadamente la dirección en la cual, según habían dicho, lo matarían.

"¿Qué me importa ahora? ¿Por qué debo mirar por mí si el Emperador está herido?", pensó. Había penetrado en el campo donde más víctimas tuvieron los que huían de Pratzen. Los franceses no lo ocupaban aún y los rusos que quedaron a salvo lo habían abandonado hacía tiempo. Sobre el llano, como gavillas en un campo de buena siega, yacían grupos de hasta diez y quince hombres heridos o muertos por cada acre. Los heridos se arrastraban de dos en dos o de tres en tres, sin dejar de gritar y lamentarse, aunque a veces le parecía a Rostov que sus gemidos eran fingidos. Para no ver a esos hombres que sufrían, Rostov puso al trote su caballo; y sintió miedo. Tenía miedo no por su vida, sino de perder el valor que le era necesario y que —él lo sabía— no resistiría a la vista de aquellos infelices.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora