Al día siguiente de la revista, Borís, vestido con su mejor uniforme y acompañado de los buenos deseos de su compañero Berg, se acercó a Olmütz para ver a Bolkonski con el fin de sacar partido de sus buenas disposiciones y colocarse lo mejor posible; le apetecía sobre todo verse ayudante de campo de algún gran personaje. Tal cosa le parecía lo más digno de ambición en el ejército. "Para Rostov, a quien su padre envía miles de rublos, está muy bien eso de que no quiera humillarse delante de nadie y de que no le guste ser lacayo; pero yo, que no tengo nada más que mi cabeza, debo hacer carrera y no dejar que la ocasión se me escape de las manos sin aprovecharme de ella."
No encontró aquel día al príncipe Andréi en Olmütz. Pero el aspecto de la ciudad, donde estaba el Cuartel General y el cuerpo diplomático y donde se hallaban los dos Emperadores con sus séquitos respectivos -cortesanos y familiares-, aumentó todavía más en el joven el deseo de penetrar en aquellas esferas superiores.
No conocía a nadie y, a pesar de su elegante uniforme de oficial de la Guardia, todas aquellas personas que desfilaban por las calles con sus magníficos coches, plumajes, bandas y condecoraciones, cortesanos y militares, parecían tan por encima de él, simple oficial de la Guardia, que no sólo no querían, sino que tampoco podían darse cuenta de su existencia. En el cuartel general de Kutúzov, adonde fue en busca de Bolkonski, todos esos ayudantes de campo, y hasta los asistentes, lo miraron como queriendo darle a entender que eran muchos los oficiales como él que iban por allí y que todos resultaban igualmente inoportunos. A pesar de ello, o tal vez a consecuencia de ello, al día siguiente, el 15, por la tarde, volvió a Olmütz y, entrando en la casa ocupada por Kutúzov, preguntó por Bolkonski. El príncipe Andréi estaba allí y Borís fue llevado a una espaciosa sala donde seguramente se había bailado en otros tiempos; ahora había cinco camas y algunos muebles desparejados: una mesa, varias sillas y un clavicordio. Cerca de la puerta, sentado ante la mesa, escribía un ayudante de campo, vestido con un batín persa. Otro, colorado y grueso, Nesvitski, estaba tendido en una de las camas, con las manos bajo la cabeza, y reía con el oficial sentado junto a él. El tercero tocaba un vals vienés en el clavicordio. Un cuarto, acodado sobre el instrumento, canturreaba a media voz. Ninguno de ellos cambió de postura al darse cuenta de la presencia de Borís. El que estaba escribiendo, y a quien Borís se dirigió, se volvió con gesto malhumorado y le dijo que Bolkonski estaba de servicio y que entrase, si necesitaba verlo, por la puerta de la izquierda, a la sala de recepción. Borís le dio las gracias y se dirigió a la sala. Había allí una docena de oficiales y generales.
En el momento de entrar Borís, el príncipe Andréi, entornados despectivamente los ojos -con esa especial expresión de cansada cortesía que dice abiertamente: "No hablaría con usted si no tuviese la obligación de hacerlo"-, escuchaba a un viejo general ruso con muchas condecoraciones que, casi de puntillas, estirado, con el rostro enrojecido y una casi humilde expresión obsequiosa, informaba de algo al príncipe Andréi.
-Muy bien... Tenga la bondad de esperar- dijo al general en ruso, pero con pronunciación francesa que empleaba cuando quería expresar desdén; al darse cuenta de la presencia de Borís, dejó de atender al general (que seguía suplicándole que lo escuchara) y lo saludó alegremente.
En ese instante Borís comprendió con toda claridad lo que presentía desde el principio: que en el ejército, además de la subordinación y la disciplina escrita en los reglamentos, enseñada en el regimiento y tan conocida por él, existía otra subordinación más esencial: la que obligaba al general, de rostro cárdeno y abotagado, a esperar respetuosamente, mientras que un capitán, el príncipe Andréi, encontraba más oportuno, para satisfacción propia, charlar con el subteniente Drubetskói. Ahora más que nunca Borís hizo firme propósito de obedecer esa subordinación no escrita, y no la fijada en los reglamentos. Intuyó en ese momento que el hecho de ser recomendado al príncipe Andréi lo hacía superior a ese general que, en otras circunstancias, en el frente, habría podido aniquilar a un subteniente de la Guardia.
ESTÁS LEYENDO
Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.