Aunque Bálashov estaba acostumbrado a la magnificencia de la Corte rusa, el lujo fastuoso de la de Napoleón lo sorprendió y asombró.
El conde de Tourenne lo introdujo en la gran sala de espera, donde aguardaban numerosos generales, chambelanes y magnates polacos, a muchos de los cuales Bálashov había visto en la Corte del emperador Alejandro. Duroc anunció que Napoleón recibiría al general ruso antes del paseo.
Tras algunos minutos de espera, el chambelán de servicio apareció en la gran sala y saludó respetuosamente a Bálashov, invitándolo a seguirlo.
Bálashov entró en un saloncito, una de cuyas puertas comunicaba con el gabinete de trabajo donde Alejandro le había confiado su misión cerca de Napoleón. Bálashov esperó un par de minutos, se oyeron unos rápidos pasos y las dos hojas de la puerta se abrieron; todo quedó en silencio y se acercaron otros pasos, firmes y enérgicos. Era Napoleón, que había acabado su toilette matinal para montar a caballo. Una casaca azul se abría encima de un chaleco que descendía sobre su vientre redondo; calzones blancos ceñían los muslos de sus cortas piernas, calzadas con botas de montar. Al parecer, acababan de peinar sus cortos cabellos, pero un mechón caía en el centro de su frente espaciosa. El cuello blanco y carnoso se destacaba sobre el uniforme negro. Iba perfumado con agua de colonia. Su rostro lleno y juvenil, de barbilla saliente, expresaba una majestuosa benevolencia imperial.
Entró con la cabeza algo echada hacia atrás, acompañando cada paso con un temblor nervioso. Su figura toda, corta y achaparrada, de hombros amplios y gruesos, de vientre y pecho pronunciados, tenía ese aire representativo de los hombres de cuarenta años que viven holgadamente. Se advertía, además, que ese día se encontraba de un humor excelente.
Inclinó la cabeza, en respuesta al profundo y respetuoso saludo de Bálashov, y, acercándose a él, comenzó a hablar como un hombre para quien cada minuto es precioso y no se digna preparar sus discursos, convencido de que dirá siempre bien lo que debe decir.
—Buenos días, general— dijo, —he recibido la carta del emperador Alejandro que usted traía y estoy encantado de verlo.
Fijó sus grandes ojos en el rostro de Bálashov y en seguida desvió la mirada. Era evidente que la persona del general ruso no le interesaba y que sólo lo preocupaba lo que ocurría en su interior. Cuanto ocurría fuera de su persona no tenía para él importancia, puesto que en el mundo, pensaba él, todo dependía de su voluntad.
—No deseo ni he deseado la guerra— prosiguió —pero me han forzado a ella. Aun ahora— y acentuó esta palabra —estoy dispuesto a aceptar todas las explicaciones que pueda usted darme.
Y, comenzó a exponer clara y brevemente las causas de su disgusto con el gobierno ruso. El tono moderado, tranquilo y amistoso con que hablaba el Emperador francés, llevó a Bálashov a la firme convicción de que Napoleón deseaba la paz y estaba dispuesto a iniciar negociaciones.
—Sire, l'Empereur mon maître...[1]— comenzó Bálashov, que había preparado su discurso mucho tiempo antes, cuando Napoleón, terminada su exposición, miró interrogativamente al general ruso.
Pero la mirada del Emperador, fija en él, lo turbó. "No se turbe, tranquilícese", pareció decir Napoleón, mirando con una sonrisa apenas perceptible el uniforme y la espada del embajador.
Bálashov consiguió dominarse y dijo que el emperador Alejandro no consideraba motivo suficiente para la guerra la petición de pasaportes hecha por su embajador; Kurakin había obrado por propia iniciativa, sin el consentimiento de su Soberano; añadió, por último, que el emperador Alejandro no deseaba la guerra y que no mantenía relación alguna con Inglaterra.
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Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.