Al día siguiente, de acuerdo con el consejo de María Dmítrievna, el conde Iliá Andréievich y Natasha se dirigieron a la casa del príncipe Nikolái Andréievich. Al conde no le hacía mucha gracia esa visita; en el fondo tenía miedo al príncipe. La última entrevista que había tenido con él durante las levas de soldados, cuando al invitarlo a comer el príncipe le administró una severa reprimenda por no haber enviado cierto número de hombres, estaba aún viva en su memoria.
En cambio, Natasha, que vestía sus mejores galas, gozaba de excelente humor. "Es imposible que no me quieran —pensaba—; todos me han querido siempre y yo estoy dispuesta a hacer todo cuanto deseen, a quererlos, a él porque es su padre y a ella porque es su hermana, así que no tendrán motivo alguno para no quererme."
Llegaron a la vieja y sombría mansión en Vozendvízhenka y entraron en el vestíbulo.
—¡Que Dios nos bendiga!— dijo el conde, medio en broma y medio en serio.
Pero Natasha notó que su padre se daba prisa en entrar y preguntaba en voz baja y tímidamente si el príncipe y su hija estaban en casa. Cuando se anunció su llegada, entre los criados hubo cierta turbación; el lacayo que se apresuraba a ir para anunciarlos fue detenido por otro en la sala y cambiaron algunas palabras a media voz. Una doncella llegó presurosa a la sala y dijo algo con prisas, nombrando a la princesa; por último apareció un viejo mayordomo, quien, con rostro severo, informó a los Rostov de que el príncipe no podía recibirlos, pero que la princesa les rogaba que pasaran a verla. Mademoiselle Bourienne fue la primera en salir al encuentro de Natasha y su padre. Los saludó con especial cortesía y los acompañó hasta donde estaba la princesa, quien, muy agitada, con el rostro turbado y cubierto de manchas rojas, avanzó pesadamente hacia los recién llegados, tratando en vano de parecer tranquila y cordial. Desde el primer momento Natasha no agradó a la princesa María: le pareció demasiado bien vestida, frívola y vanidosa. No era consciente de que, aun antes de haberla visto, estaba mal dispuesta hacia ella por un sentimiento de envidia involuntaria por su belleza, juventud y felicidad y sentía celos por el amor de su hermano. Además de ese invencible sentimiento de antipatía, en aquel instante la princesa María estaba alterada porque, al saber la llegada de los Rostov, el príncipe había gritado que no quería nada con ellos y que la princesa podía recibirlos, si quería, pero que no entraran en sus habitaciones. La princesa María se decidió a recibirlos, pero a cada momento temía que el príncipe hiciera alguna de las suyas, puesto que la llegada de Natasha y el conde lo había desasosegado grandemente.
—Querida princesa, aquí le traigo a mi cantarina— dijo el conde, saludando y mirando inquieto en derredor; como si temiera la entrada del viejo príncipe. —¡Estoy tan contento de que ya se conozcan...! ¡Es una pena, una verdadera pena que el príncipe esté delicado!
Y tras algunas otras frases sin importancia, se puso en pie de nuevo.
—Si me lo permite, princesa, dejaré aquí a Natasha un cuarto de hora. Voy a dos pasos de aquí, a la plaza Sobáchkaia, a casa de Anna Semiónovna; después pasaré a recogerla.
Iliá Andréievich había ideado aquella astucia diplomática a fin de proporcionar a la futura cuñada de su hija una ocasión para hablar con ella (como explicó después a Natasha) y evitar la ocasión de encontrarse con el príncipe, a quien temía. No dijo eso a su hija, pero Natasha comprendió el temor y la inquietud de su padre y se ruborizó por él, y, más enfadada todavía por haberse ruborizado, fijó una mirada atrevida y provocadora —que parecía decir que ella no tenía miedo a nadie— en la princesa, quien decía al conde que estaba muy contenta y le rogaba que permaneciera durante mucho tiempo con Anna Semiónovna. Iliá Andréievich salió.
Mademoiselle Bourienne no se retiraba a pesar de las inquietas miradas de la princesa María, que deseaba hablar a solas con Natasha y mantenía la conversación sobre los atractivos de Moscú y sus teatros. Natasha estaba ofendida por la confusión producida en el vestíbulo, la inquietud de su padre y el tono forzado de la princesa, que —según ella— parecía concederle una gracia recibiéndola. Por esa causa todo le era desagradable. No le gustó la princesa María: la encontraba muy fea, afectada y seca. De pronto Natasha se encogió moralmente y, sin darse cuenta, adoptó un tono negligente que la alejaba aún más de la princesa María. A los cinco minutos de conversación penosa y forzada se oyeron unos pasos rápidos, amortiguados por las pantuflas. El rostro de la princesa María palideció de miedo, la puerta de la sala se abrió de golpe y apareció el príncipe con el gorro blanco de dormir y el batín.
—¡Ah, señorita!...— dijo. —Señorita... la condesa Rostova si no me engaño... Le pido excusas... perdóneme..., no sabía... Dios es testigo de que ignoraba que nos había honrado con su visita. ¡Entré así vestido para ver a mi hija!... Perdóneme... sabe Dios que lo ignoraba— repetía falsamente, acentuando la palabra Dios y con un tono de voz tan desagradable que la princesa María, con los ojos bajos, no se atrevía a mirar ni a su padre ni a Natasha.
Natasha, que se había levantado y hacía la reverencia, tampoco sabía qué hacer. Sólo mademoiselle Bourienne sonreía agradablemente.
—Le ruego que me excuse, se lo ruego. Dios es testigo de que no lo sabía— gruñó el viejo, que se retiró después de examinar a Natasha de pies a cabeza.
Mademoiselle Bourienne fue la primera en reaccionar después de la aparición del viejo y se refirió a la mala salud del príncipe. Natasha y la princesa se miraban en silencio, y cuanto más se contemplaban así, sin expresar lo que deberían decirse, mayor era la antipatía que sentían la una por la otra.
Cuando volvió el conde, Natasha mostró sin disimulo su alegría, hasta parecer descortés, y se dio prisa por marchar.
En aquel momento casi odiaba a esa vieja y seca princesa, capaz de ponerla en tan penosa situación y tenerla media hora sin decirle nada del príncipe Andréi. "No podía ser yo la primera en hablar de él delante de esa francesa", pensaba Natasha. Y, mientras tanto, esos mismos pensamientos atormentaban a la princesa María. Sabía lo que debía decirle, pero no podía hacerlo, y no podía por la presencia de mademoiselle Bourienne y porque, sin saber la razón, le resultaba penoso hablar de aquel matrimonio. Cuando el conde hubo salido, la princesa María se acercó con paso rápido a Natasha, tomó sus manos y le dijo suspirando profundamente:
—Espere, necesito...
Natasha miraba a la princesa con aire burlón, cuyo motivo ni ella comprendía.
—Querida Natalie, quiero decirle que me alegro mucho de que mi hermano haya encontrado la felicidad...— la princesa se detuvo, dándose cuenta de que mentía.
Natasha notó su vacilación y adivinó la causa.
—Creo, princesa, que no es oportuno hablar ahora de eso— dijo con aparente dignidad y frialdad mientras las lágrimas afluían a su garganta.
"¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho?", pensó en cuanto estuvo fuera de la casa.
Aquel día esperaron a Natasha durante mucho tiempo para comer. Se quedó en su habitación y sollozaba como una niña. Sonia estaba a su lado y la besaba en la cabeza.
—¿Por qué lloras, Natasha?— decía. —¿Qué te importan ellos? Todo pasará, querida.
—Si supieses lo doloroso que es... como si yo...
—No digas eso, Natasha, tú no tienes la culpa. Entonces, ¿por qué te preocupas así? Bésame.
Natasha levantó la cabeza, besó a su amiga en los labios y apoyó en su hombro el rostro lleno de lágrimas.
—No sé cómo decirlo..., nadie tiene la culpa. La culpable soy yo— dijo. —¡Me duele tanto! ¡Oh! ¿Por qué no viene él?...
Cuando salió a comer tenía los ojos enrojecidos. María Dmítrievna, que sabía cómo había recibido el príncipe a los Rostov, fingió no darse cuenta del disgusto de Natasha y todo el tiempo bromeó en voz alta con el conde y los demás comensales.
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Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.