Capítulo 3

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Al regresar de la revista, Kutúzov, acompañado por el general austríaco, pasó a su despacho; llamó a un ayudante de campo y le pidió algunos documentos relativos al estado de las tropas que iban llegando y también las cartas recibidas del archiduque Fernando, que mandaba el ejército de vanguardia. El príncipe Andréi Bolkonski entró en el despacho del comandante en jefe con los documentos pedidos. Ante un mapa extendido sobre la mesa estaban sentados Kutúzov y el general austríaco, miembro del mando supremo del ejército austríaco.

-¡Ah...!- dijo Kutúzov mirando a Bolkonski y como invitándolo a esperar; después prosiguió en francés la conversación iniciada.

-Sólo una cosa puedo decirle, general- dijo Kutúzov con una elegancia en el giro de la frase y la tonalidad que obligaba a escuchar con suma atención cada una de sus pausadas palabras. Era evidente que Kutúzov se escuchaba a sí mismo con placer. -Sólo una cosa le diré, general: si las cosas dependieran de mí personalmente, se habría cumplido ya hace tiempo la voluntad de Su Majestad el emperador Francisco; me habría unido hace tiempo al archiduque; y, créame bajo palabra de honor, sería un gran alivio para mí poder transmitir el mando supremo del ejército a un general más experto y hábil que yo, de los que tanto abundan en Austria, y quedar libre de una responsabilidad tan pesada. Pero hasta ahora, general, las circunstancias suelen ser más fuertes que nosotros.

Y Kutúzov sonrió como diciendo: "Tiene perfecto derecho a no creerme, y me es lo mismo que me crea o no; pero no tiene motivo alguno para decírmelo, y esto es lo importante".

El general austríaco se mostraba descontento, pero estaba obligado a contestar en el mismo tono.

-Al contrario- rezongó con voz irritada, en evidente contradicción con las lisonjeras palabras que decía, -al contrario; la participación de Su Excelencia en la empresa común es muy apreciada por Su Majestad; pero creemos que la actual lentitud priva a los gloriosos ejércitos rusos y a sus jefes de los laureles que acostumbran recoger en los campos de batalla- concluyó con palabras que, desde luego, traía preparadas.

Kutúzov se inclinó sin cambiar su sonrisa.

-Y yo estoy convencido, basándome en la última carta con que me ha honrado Su Alteza el archiduque Fernando, que las tropas austríacas, al mando de un jefe tan hábil como el general Mack, habrán conseguido ya una victoria decisiva y no tendrán necesidad de nuestra ayuda.

El general frunció el ceño. Aunque no se tenían noticias ciertas sobre la derrota de los austríacos, demasiadas circunstancias confirmaban las voces pesimistas que corrían; así, la alusión de Kutúzov a la victoria de los austríacos se parecía más bien a una burla. Pero Kutúzov sonreía apaciblemente, siempre con idéntica expresión, manifestando su irrefutable derecho a presuponerlo. En realidad, la última carta recibida del ejército de Mack anunciaba la victoria y hacía mención de la favorable posición estratégica del ejército.

-Dame esta carta- dijo Kutúzov al príncipe Andréi. -Ahí la tiene; puede leerla- y Kutúzov, con una burlona sonrisa en la comisura de los labios, leyó en alemán al general austríaco el siguiente fragmento de la carta del archiduque Fernando:


Todas nuestras fuerzas, en número de casi 70.000 hombres, han sido concentradas de manera que podamos atacar y destruir al enemigo en caso de que atraviese el Lech. Como además hemos ocupado Ulm, podemos conservar la ventaja de dominar las dos orillas del Danubio y, si no cruza el Lech, pasar el Danubio, lanzarnos sobre sus líneas de comunicación, volver a atravesar más abajo el Danubio y, si el enemigo intentase volver sus fuerzas contra nuestros aliados, impedir sus propósitos. Esperamos, pues, animosamente a que el ejército imperial ruso termine de prepararse y luego hallaremos juntos fácilmente la posibilidad de deparar al enemigo la suerte que se merece.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora