Capítulo 11

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Anatole Kuraguin vivía en Moscú porque su padre lo había obligado a salir de San Petersburgo, donde gastaba más de veinte mil rublos al año y contraía deudas por otro tanto, cuyo pago exigían los acreedores al príncipe.

El príncipe Vasili manifestó a su hijo que pagaba por última vez la mitad de sus deudas, pero sólo a condición de que se marchara a Moscú como ayudante de campo del general gobernador, cargo que él mismo le había obtenido, y que intentara buscar allí un buen partido. Le había indicado a la princesa María o a Julie Karáguina.

Anatole consintió y se fue a Moscú, donde se instaló en la casa de Pierre. Al principio Pierre lo recibió con cierto disgusto, pero luego se habituó a su compañía; algunas veces iba a divertirse con él, y, en forma de préstamos, le daba dinero.

Como justamente había dicho Shinshin, desde su llegada a Moscú Anatole Kuraguin traía locas a todas las damas, precisamente porque las desdeñaba y prefería acompañarse de zíngaros y actrices francesas, con la principal de las cuales, mademoiselle Georges, estaba, según se decía, en relaciones muy íntimas. No faltaba a una sola juerga en casa de Danílov y otros amigotes moscovitas. Bebía durante noches enteras, dejando atrás a todos, y frecuentaba las veladas y bailes de alta sociedad. Se le atribuían ciertas aventuras con varias damas de Moscú; en los bailes hacía la corte a algunas de ellas. Pero no se acercaba a las señoritas, y mucho menos a las ricas herederas, que por lo común eran bastante feas; además, hacía dos años que estaba casado, cosa ignorada por todos, salvo los amigos más íntimos. Dos años antes, estando su regimiento en Polonia, cierto terrateniente polaco, no muy rico, lo había obligado a casarse con su hija.

Anatole abandonó en seguida a su mujer y, gracias al dinero que prometiera enviar a su suegro, se reservó el derecho de hacerse pasar por soltero.

Se mostraba siempre contento de su situación, de sí mismo y de los demás. Instintivamente, con todo su ser, estaba convencido de que no se podía vivir de manera diferente de como él vivía, y de que nunca en su vida había hecho algo malo. Era incapaz de pensar en lo que otros pudieran decir de sus actos ni en las consecuencias que esos actos pudieran acarrear a los demás. Estaba convencido de que así como el pato, por su naturaleza, tiene que vivir en el agua, él había sido creado por Dios de tal manera que necesitaba treinta mil rublos cada año y la más brillante posición en la sociedad. Y estaba tan persuadido de ello que los demás, viéndolo, se convencían de que así era y no le negaban ni el derecho al puesto preeminente ni el dinero, que pedía prestado a diestro y siniestro, sin pensar, desde luego, en restituirlo. No era jugador; es decir, por lo menos no perseguía la ganancia; no era vanidoso ni le preocupaba mínimamente lo que de él pensaran; aún menos podía tachárselo de ambicioso.

En más de una ocasión había causado serias inquietudes a sus padres con su despreocupación por hacer carrera y su desprecio por todos los honores. No era tacaño ni negaba ayuda a quien se la pidiera. Las únicas cosas que amaba eran las diversiones y las mujeres; y como, según su juicio, ninguna de esas cosas nada tenía de innoble, y como era incapaz de pensar en el daño que la satisfacción de sus deseos podía ocasionar a otras personas, se consideraba un hombre irreprochable, despreciaba sinceramente a los miserables y malvados y, con la conciencia tranquila, caminaba con la cabeza alta.

Entre los juerguistas, entre los "hombres magdalenas", existe el secreto sentimiento de su inocencia, basado, como en las mujeres magdalenas, en esa misma esperanza del perdón. "A ella se le perdonará todo, porque ha amado mucho, y a él se le perdonará todo porque se ha divertido mucho."

Dólojov, que reaparecía aquel año en Moscú después de su destierro y sus aventuras en Persia y que llevaba la vida lujosa del juego y la disipación, intimó con su viejo camarada Kuraguin y se aprovechó de él para sus fines.

Anatole quería sinceramente a Dólojov por su inteligencia y su valor. Dólojov precisaba del nombre, de la posición social y de las relaciones de Anatole Kuraguin para atraer a la mesa de juego a los jóvenes ricos, pero no se lo daba a entender; se divertía con Kuraguin y se aprovechaba de él. Además del cálculo que intervenía en sus relaciones con Anatole, el hecho de dirigir la voluntad de otro era para él un placer, una costumbre y una necesidad.

Natasha había impresionado vivamente a Kuraguin. Durante la cena, después del teatro, explicó a Dólojov, como gran conocedor del tema, el encanto de sus brazos, su cuello, sus pies y su cabello, y declaró su intención de hacerle la corte. Anatole no podía reflexionar ni saber cuál sería el resultado de ese cortejo, lo mismo que no podía reflexionar ni saber cuáles serían las consecuencias de cada uno de sus actos.

—Sí que es guapa, hermano, pero no es para nosotros— dijo Dólojov.

—Diré a mi hermana que la invite a comer. ¿Qué te parece?

—Espera mejor a que se case...

—Ya sabes que j'adore les petites filles.[1] Además, pierden en seguida la cabeza— dijo Anatole.

—Ya te han pescado una vez con una petite fille— observó Dólojov, que conocía el matrimonio de Kuraguin. —Ándate con ojo.

—Pero eso no puede ocurrir dos veces, ¿eh?— rió satisfecho Anatole.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora