Durante los dos días siguientes Rostov no vio a Dólojov en su casa ni lo encontró en la de su madre. Al tercer día recibió esta nota:
"Como no tengo intención de volver a tu casa por las causas que ya sabes y debo incorporarme al regimiento, te ruego que vengas esta noche al hotel Inglaterra, donde doy una cena de despedida a mis amigos."
A las diez de la noche, después del teatro, donde había ido con los suyos y con Denísov, Nikolái se dirigió al hotel Inglaterra. En seguida lo hicieron pasar a la mejor sala del hotel, reservada aquella noche por Dólojov.
Una veintena de personas se agolpaban en torno a una mesa; Dólojov, entre dos candelabros, tenía la banca. Sobre la mesa había monedas de oro y billetes de banco. Después de la negativa de Sonia, Nikolái no había visto a su amigo y se sentía embarazado al pensar en ese encuentro.
La mirada fría y clara de Dólojov sorprendió a Rostov junto a la puerta. Se diría que lo esperaba hacía tiempo.
—Hace mucho que no nos vemos— dijo. —Te agradezco que hayas venido. Termino esta partida y en seguida vendrá Iliushka con su coro.
—Estuve en tu casa— dijo Rostov ruborizándose.
Dólojov no respondió.
—Puedes jugar, si quieres— dijo después.
En aquel momento recordó Rostov una extraña conversación tenida con Dólojov. "Sólo los tontos pueden jugar al azar", había dicho entonces. —¿O es que tienes miedo de jugar conmigo?— preguntó ahora Dólojov, como adivinando el pensamiento de Nikolái, y sonrió.
Aquella sonrisa hizo comprender a Rostov que el estado de ánimo de su amigo era el mismo que tenía en el banquete del Club Inglés cuando, harto de la vida cotidiana, sentía la necesidad de hacer algo extraño, la mayoría de las veces cruel.
Rostov se sintió violento; buscaba, sin encontrarla, una broma que contestara a las palabras de Dólojov. Pero antes de que lo hubiese conseguido, Dólojov, mirándolo fijamente, dijo en voz alta, de manera que todos lo oyesen:
—¿Te acuerdas? Una vez hablamos del juego... Sólo los imbéciles juegan al azar. Hay que jugar con seguridad y yo quiero probarlo.
"¿Probar al azar o sobre seguro?", pensó Rostov.
—Es mejor que tú no juegues. ¡Banca, señores!— añadió barajando los naipes.
Puso el dinero a un lado y se dispuso a tallar. Rostov tomó asiento junto a él, sin jugar. Dólojov lo miraba.
—¿Por qué no juegas?— preguntó.
Nikolái, extrañamente, sintió la necesidad de tomar una carta, apostar una suma insignificante y comenzar el juego.
—No traigo dinero.
—Me fío.
Rostov apostó cinco rublos a una carta y perdió. Apostó la segunda vez y perdió de nuevo. Dólojov le ganó diez veces seguidas.
—Señores— dijo después de haber tallado varias veces, —les ruego que pongan el dinero sobre las cartas, porque, si no, puedo equivocarme en las cuentas.
Uno de los jugadores respondió que podía fiarse de él.
—Sí, puedo fiarme; pero temo confundirme. Les ruego que pongan el dinero sobre las cartas— insistió Dólojov. —Tú no te preocupes; ya arreglaremos cuentas— añadió volviéndose a Rostov.
El juego prosiguió. Los camareros no cesaban de servir champaña.
Rostov perdía una postura tras otra; ya eran ochocientos los rublos anotados en su cuenta. Había apostado los ochocientos a una carta, pero mientras les servían el champaña reflexionó y volvió a los veinte de antes.
—Déjalo en ochocientos; te desquitarás antes— dijo Dólojov, aunque parecía que no miraba a Rostov. —Hago que los demás ganen y tú no haces más que perder. ¿O es que tienes miedo de jugar conmigo?— repitió.
Rostov obedeció; dejó los ochocientos rublos que había apuntado y apostó al siete de corazones con un ángulo roto que había levantado del suelo. Después, lo había de recordar muy bien. Puso el siete de corazones, escribió encima "ochocientos" con un trazo de tiza, con cifras redondas y derechas; bebió una copa de champaña, ya tibio, sonrió a las palabras de Dólojov y, con el corazón agitado, puso sus ojos en las manos de Dólojov, que sostenía la baraja, en espera del siete. Que ganara o perdiera con ese siete de corazones era importantísimo para Rostov. El domingo anterior, el conde Iliá Andréievich le había dado dos mil rublos y, aunque no le gustaba hablar de dificultades económicas, le dijo que aquélla era la última suma que podía darle hasta mayo, de manera que, por esta vez, le pedía que fuera más moderado en sus gastos. Nikolái había contestado que aquella cantidad era más que suficiente y le daba palabra de no pedir más hasta la primavera. De esa suma no le quedaban más que mil doscientos rublos, de modo que no sólo la pérdida de mil seiscientos rublos, sino la necesidad de faltar a la palabra dada, dependían del siete de corazones. Con el corazón oprimido miraba las manos de Dólojov y pensaba: "Bueno, dame en seguida ese siete y podré marcharme a casa a cenar con Denísov, Natasha y Sonia, y no volveré jamás a tocar una sola carta". En aquel momento, su vida de familia, las bromas con Petia, las conversaciones con Sonia, los dúos con Natasha, las partidas con su padre y hasta el lecho tranquilo de la calle Povárskaia se le presentaban con la misma fuerza, con idéntica claridad y encanto que si fueran una dicha perdida y no estimada. No podía admitir que un estúpido azar, haciendo caer el siete a la derecha y no a la izquierda, pudiera privarlo de esa felicidad, ahora comprendida y valorada, arrojándolo en el abismo de una desgracia nunca sentida y todavía vaga. Eso no era posible, pero seguía mirando con el corazón oprimido el movimiento de las manos de Dólojov. Esas manos anchas, rojizas, con vello que se veía debajo de la camisa, colocaron la baraja en la mesa, tomaron la copa y la pipa que les ofrecían.
—¿O es que tienes miedo de jugar conmigo?— repitió Dólojov y, como si se dispusiera a contar una historia entretenida, puso de nuevo las cartas en la mesa, se recostó en el respaldo de la silla y empezó a decir despacio y sonriendo: —Pues, sí, señores, he oído que en Moscú se dice que hago trampas en el juego; les aconsejo prudencia conmigo.
—¡Bueno! ¡Empieza de una vez!— dijo Rostov.
—¡Oh! ¡Esas comadres moscovitas!— siguió diciendo Dólojov con una sonrisa y tomó las cartas.
Rostov ahogó una exclamación y se llevó las manos a la cabeza. El siete que necesitaba había salido en puerta, la primera carta de la baraja. Acababa de perder más de lo que podía pagar.
—Pero no te obceques— dijo Dólojov, mirándolo de paso mientras seguía tallando.
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Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.