Capítulo 15

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A las ocho, Kutúzov entraba a caballo en Pratzen, a la cabeza de la cuarta columna de Milorádovich, que debía reemplazar las columnas de Prebyzhevsky y Langeron, que ya habían descendido al llano. Saludó a los soldados del primer regimiento y dio órdenes de iniciar la marcha, dando así muestras de que tenía intención de conducir por sí mismo aquella columna. Al llegar a la aldea de Pratzen se detuvo. El príncipe Andréi estaba detrás del comandante en jefe, entre el gran número de personas de su séquito. Bolkonski se sentía conmovido, excitado y, al mismo tiempo, resuelto y tranquilo, como el hombre que ve llegar un momento hace tiempo esperado. Estaba firmemente convencido de que aquel día sería su Toulon o su Puente de Arcola. No sabía cómo iba a suceder, pero estaba convencido de que ocurriría así. Conocía el terreno y la disposición de las tropas, es decir, todo lo que de eso podía saberse en el ejército ruso. Había olvidado su propio plan estratégico (que ahora no podía pensar en poner en práctica) y, adaptándose al plan de Weyrother, reflexionaba sobre las eventualidades que pudieran surgir y que hiciesen necesarias sus rápidas decisiones y su energía.

A la izquierda, se oía el fragor de la fusilería entre ejércitos que no se veían. Le pareció que allí iba a desarrollarse la batalla, surgirían dificultades y "me enviarán allí con una brigada o una división — pensaba—; avanzaré con la bandera en la mano y arrasaré todo lo que encuentre por delante".

El príncipe Andréi no podía mirar con indiferencia las banderas de los batallones que pasaban. Al verlas pensaba: "Tal vez con ésa tendré que ir delante de las tropas".

La bruma de la noche había dejado las alturas cubiertas de escarcha, que se iba convirtiendo en rocío; en la vaguada, en cambio, la niebla se extendía todavía como un mar blanquecino. Todo parecía invisible allá abajo, sobre todo a la izquierda, hacia donde descendían las tropas rusas y de donde llegaban los estampidos de las descargas. Sobre las colinas relumbraba el cielo no del todo diáfano y a la derecha surgía el enorme globo del sol. Delante, a lo lejos, en la otra parte del mar de niebla, donde asomaban las boscosas colinas y debía de encontrarse el ejército enemigo, parecía verse algo. A la derecha, la Guardia penetraba en la zona brumosa dejando tras de sí un sonoro rumor de pasos y de ruedas; de cuando en cuando brillaban las bayonetas. A la izquierda, detrás de la aldea, masas de caballería se acercaban para luego hundirse en la niebla. Por delante y por detrás iba la infantería. El general en jefe permanecía a la salida del villorrio dando paso a las tropas que desfilaban delante de él. Kutúzov parecía fatigado e irritado aquella mañana. La infantería se detuvo sin que nadie hubiera dado la orden para ello; era evidente que algo les impedía el paso.

—Dígales de una vez que formen en columnas de batallón y rodeen el pueblo— ordenó colérico Kutúzov a un general que se le acercaba. —¿No comprende, su Excelencia, muy señor mío, que no podemos alargar tanto la formación por la calle de una aldea cuando se marcha contra el enemigo?

—Había pensado hacerles formar a la salida del pueblo, Excelencia— respondió el general.

Kutúzov se echó a reír con acritud.

—¡Excelente idea la de desplegar las fuerzas frente al enemigo! ¡Excelente idea!

—El enemigo está todavía lejos, Excelencia. Según la orden de operaciones...

—¡La orden de operaciones!— gritó Kutúzov, montando en cólera. —¿Quién le ha dicho eso?...

Tenga la bondad de hacer lo que le mando.

—A sus órdenes.

—Mon cher, le vieux est d'une humeur de chien[1]— susurró Nesvitski al príncipe Andréi.

Un oficial austríaco, con plumaje verde en el sombrero y uniforme blanco, se acercó a Kutúzov y le preguntó, en nombre del Emperador, si la cuarta columna había entrado en acción.

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora