Esperando la notificación de su nombramiento de vocal del Comité, el príncipe Andréi renovó antiguas amistades, especialmente entre personas que él sabía bien situadas y que podían serle útiles. Experimentaba ahora en San Petersburgo un sentimiento semejante al que conocía en vísperas de una batalla, cuando una inquieta curiosidad lo arrastraba inconteniblemente hacia las altas esferas donde se fraguaba el porvenir del que dependía la suerte de millones de seres.
Por la irritación de los viejos y la curiosidad de los profanos, por la reserva de los iniciados y las prisas y la preocupación de todos, por el incalculable número de comités y comisiones de cuya existencia se enteraba cada día, se daba cuenta de que ahora, en 1809, se preparaba en San Petersburgo una gigantesca batalla civil. No conocía a su comandante en jefe, persona misteriosa a quien se imaginaba como un ser genial: Speranski. La obra de las reformas, que conocía muy vagamente, y la personalidad del reformador, Speranski, lo interesaron tan apasionadamente que muy pronto la revisión del reglamento militar pasó para él a segundo término.
El príncipe Andréi se encontraba en una de las mejores situaciones para ser bien recibido en los más diversos y elevados círculos de la sociedad petersburguesa. El partido de los reformadores lo aceptaba con agrado y trataba de ganárselo porque tenía fama de ser hombre de gran inteligencia y vasta cultura, eso en primer lugar, y porque la emancipación de sus campesinos garantizaba sus opiniones liberales. El partido de los viejos descontentos buscaba su simpatía como hijo del anciano príncipe Bolkonski y condenaba las reformas. Los sectores femeninos, el gran mundo, lo recibían cordialmente; veían en él un brillante partido, rico y linajudo, un personaje casi nuevo con la aureola de la romántica historia de su supuesta muerte y el trágico fin de su mujer. Además, la opinión de cuantos lo conocían de antes era que había mejorado mucho en esos cinco años: su carácter se había suavizado, se lo veía reposado, maduro, y su anterior afectación y desdén habían desaparecido, dejando paso a la serenidad que viene con los años. Se hablaba con interés de él y todos deseaban conocerlo.
Al día siguiente de su visita a Arakchéiev, el príncipe Andréi visitó al conde Kochubéi y le contó su entrevista con "el forzudo Andréievich" (Kochubéi llamaba así a Arakchéiev con la misma vaga ironía que Bolkonski había notado en la sala del ministro de la Guerra).
—Mon cher, ni siquiera en este asunto conseguirá algo sin Speranski. C'est le grand faiseur.[1] Se lo diré. Me ha prometido venir esta tarde...
—Pero ¿qué tiene que ver Speranski con el Reglamento militar?— preguntó el príncipe Andréi.
Kochubéi movió la cabeza, sonriendo como asombrado de la ingenuidad de Bolkonski.
—Hemos hablado ya de usted hace unos días a propósito de sus campesinos emancipados...— prosiguió Kochubéi.
—¡Ah! ¿Es usted, príncipe, el que ha emancipado a sus mujiks?— intervino un anciano de los tiempos de Catalina, volviéndose con desprecio a Bolkonski.
—La hacienda era pequeña y no proporcionaba renta alguna— replicó Bolkonski, tratando de suavizar su proceder para no irritar inútilmente al viejo.
—Vous craignez d'être en retard [2]— dijo el anciano, mirando a Kochubéi. —Hay una cosa que no comprendo— prosiguió después, —¿quién trabajará la tierra si se da libertad a los campesinos? Es muy fácil escribir leyes, pero gobernar es difícil. Lo mismo pasa ahora, y yo le pregunto a usted, conde, ¿quién será el jefe de la oficina si todos han de examinarse?
—Los que salgan airosos de ese examen, creo yo— respondió Kochubéi, poniendo una pierna sobre otra y mirando en derredor.
—Conmigo tengo a un tal Priánichnikov, un hombre excelente que vale el oro que pesa; tiene ya sesenta años, ¿acaso querrá el examinarse?...
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Guerra Y Paz - León Tolstoi
ClassicsPrincipios de S. XIX, mientras Napoleón planea como invadir Rusia, Natasha, Pierre, Andréi, María y Nikolái descubrirán que tanto en la vida como en el amor hay tiempos de guerra y de paz.