Capítulo 20

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Los regimientos de infantería, sorprendidos por el enemigo, huían del bosque y las compañías, mezcladas unas con otras, retrocedían en gran desorden. Un soldado, presa de pánico, gritó una frase sin sentido, pero terrible en la guerra: "¡Estamos copados!", y la frase, unida a un sentimiento de terror, corrió por toda la tropa.

—¡Estamos copados! ¡Nos han cortado la retirada! ¡Estamos perdidos!— gritaban los que huían.

Cuando el jefe del regimiento oyó aquellos gritos y los disparos de los fusiles, comprendió que algo terrible estaba ocurriendo en su regimiento; y la idea de que él, oficial modelo, con tantos años de servicio sin haberse hecho acreedor a reproche alguno pudiera ser culpable ante sus superiores de negligencia o falta de iniciativa lo abrumó de tal manera que, olvidando en aquel instante al indómito coronel de caballería y la prestancia que debe guardar un general, y olvidando por completo el peligro y el instinto de conservación, aguijoneó al caballo y galopó hacia sus hombres entre una lluvia de balas que pasaban sobre él, sin herirlo afortunadamente. Sólo deseaba una cosa: saber qué sucedía, ayudar a sus soldados y corregir a toda costa el error que habría podido cometer, para conservar su nombre de oficial modelo que servía en el ejército sin tacha desde hacía veintidós años.

Sorteando afortunadamente a los franceses, se acercó al campo, detrás del bosque por el que corrían los rusos, que, sin prestar oído a las voces de mando, descendían cuesta abajo. Había llegado ese minuto de vacilación moral que decide la suerte de una batalla. ¿Obedecería aquella muchedumbre de soldados desordenada la voz de su jefe o bien, volviéndose para mirarlo, huirían más lejos aún? A pesar de los desesperados gritos del general, antes tan temibles para los soldados, a pesar de su rostro enrojecido, furioso, desencajado, y del modo como agitaba su sable, los soldados siguieron corriendo, gritando y disparando al aire, sin obedecer sus órdenes. Esa vacilación moral que decide la suerte de una batalla se inclinaba evidentemente en favor del miedo.

El general, ronco de tanto gritar y ahogado por el humo de la pólvora, se detuvo desesperado. Todo parecía perdido. Pero en aquel instante, los franceses que avanzaban sobre los rusos empezaron a retroceder sin causa aparente, y al poco tiempo desaparecían de los confines del bosque, dejando paso a los tiradores rusos. Era la compañía de Timojin que, sola en el bosque, había permanecido en orden y que, escondida en las quiebras detrás de los árboles, atacaba a los franceses de manera absolutamente imprevista.

Timojin se lanzó sobre el enemigo con gritos tan salvajes y con tan loca audacia, armado solamente de su sable, que los franceses, antes de poder recobrarse, arrojaron sus armas y se dieron a la fuga. Dólojov, que corría junto a Timojin, mató a un francés y agarró por el cuello a un oficial que se rendía. Volvieron los fugitivos, se reorganizaron los batallones, y los franceses, que habían dividido en dos sus tropas del ala izquierda, quedaron de momento rechazados. Las reservas consiguieron reunirse y los fugitivos se detuvieron. El jefe del regimiento estaba junto al puente con el comandante Ekonómov observando el paso de las compañías en retirada, cuando se le acercó un soldado, tiró del estribo de su caballo y casi se recostó en él. El soldado, con la cabeza vendada, llevaba un capote de paño azul, pero no tenía ni chacó ni mochila; cruzándole el pecho, le colgaba una cartuchera francesa; de la misma procedencia era la espada de oficial que empuñaba. El soldado estaba muy pálido, sus ojos azules miraban atrevidos al jefe mientras sus labios sonreían. Aunque el comandante del regimiento estaba ocupado en dar órdenes, no pudo por menos de fijarse en aquel soldado.

—Excelencia, dos trofeos— dijo Dólojov, mostrando la espada francesa y la cartuchera. —Hice prisionero a un oficial y detuve a la compañía.

Dólojov respiraba con fatiga; sus frases salían entrecortadas.

—Toda la compañía puede atestiguarlo. ¡Le ruego que lo tenga presente, Excelencia!

Guerra Y Paz - León TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora